Mayo 1997

José Ibarrola mira y se apiada y describe la tierra devastada de su generación

Hay lugares puente, espacios donde es posible reordenar los elementos del mundo real. Esos lugares suelen ser  la base de una gran parte de la creación artística. La observación de los pequeños detalles de la vida cotidiana está presente en su obra, pequeños o sencillos objetos: un barquito de papel, un paraguas, una concha u otros objetos sin aparente importancia se convierten en activadores de la memoria. Utilizando esos objetos compone imágenes que en ocasiones rememoran situaciones oníricas o surrealistas, pero que conectan emocionalmente con la persona que observa la obra.

Pinta un mundo de una plasticidad acuosa, de sombras y centauros, como metáforas de un inconsciente instintivo, en el que aprende a mirar las formas antiguas con ojos nuevos. Mira a los clásicos y aprende de ellos. Son sus maestros. Rinde homenaje a la luz de Rembrandt o a la atmósfera de Velázquez en el retrato ecuestre de Isabel de Francia; al atormentado Caravaggio o a la melancolía de Hopper.

En ese proceso de aprender a mirar, abandona el mundo sumergido y sube a la superficie donde la soledad se representa en femenino, sus figuras parecen modernas sibilas que poseen la clave de un conocimiento secreto que requiere la soledad para poder ser asumido.

Reconstruimos una parte del caserío de Oma en 1992. Había nacido nuestro segundo hijo, Martín, y por fin tenía un estudio en condiciones. Un lugar con una atmósfera especial. Quizá la misma atmósfera que suele desarrollar en sus escenografías: un escenario para desarrollar la creación artística, donde la emoción fluya sin obstáculos.

En 1997 realiza, en la Fundación Caja Vital de Vitoria, una exposición titulada Silenia, sobre la que Jon Juaristi escribió un poema que  refleja el universo creado a partir de las esculturas, cuadros e instalaciones.

MOLINO DE OMA 

Jose Ibarrola pinta y crea el mundo
a imagen de un siniestro carrusel,
pero hay mucha piedad en su mirada,
ya sea que adivine al fondo del paisaje
vermiculares laberintos,
conchas de numulitas o testuces
de ancestrales carneros, o quizás
centauros perseguidos por sirenas fabriles.

Dime, qué harías tu reñidor de tristezas,
con un capitel jónico gravitando en tu cuello,
atornillado
a tu caja craneal, sino esconderte
en el boscaje de la muchedumbre
(cada rostro que pasa
parece una hoja impávida que morirá en otoño).
Atribulados días conocimos
y tormentosas horas nos aguardan.

José Ibarrola guarda las esquirlas candentes
de un mundo que ha estallado;
granada furibunda, reventó en el silencio.
Fue su deflagración tan muda, tan discreta
como la de una rosa sangrienta cuando se abre
en el pliegue indeciso de la noche y el alba.

Yo agradezco al azar haber andado un trecho
junto al custodio de los tenaces signos
de nuestro apocalipsis, vestigios minerales
(faros, muros, cisternas, lagrimas congeladas)
de una historia insensata que el tiempo va tachando
precipitadamente,
como disgrega el río en la hondonada umbría
la piedra de esta aceña tres veces centenaria,
antes de ser borrado el mismo en el torcal.

José Ibarrola mira y se apiada y describe
la tierra devastada de mi generación

                                 Jon Juaristi. Mayo 1997