Madrid, abril de 2013
Creo que voy a pintar el descendimiento de Van der Weyden, me dijo mientras conducía en dirección a Bilbao. Volvíamos de Madrid, se terminaba la Semana Santa de 2013 y pensé que el estado febril, en el que ambos habíamos pasado los últimos días debido a una gripe inoportuna, era el que impulsaba semejante proyecto.
Cada vez que visitábamos El Prado, recorríamos las salas del Museo buscando la docena de cuadros que siempre volvíamos a ver. El Descendimiento era uno de ellos. En esta ocasión, mientras mirábamos el cuadro, esa conmovedora representación teatralizada del dolor frente al hijo muerto, comentamos que los clásicos suelen tener razón, cuando lo bajan de la cruz, al lado del torturado, de la víctima, solo están la madre y cuatro amigos. Aunque seas el hijo de Dios.
Al lado de las víctimas del terror ocurre lo mismo, el asesinado, el torturado siempre son una presencia incómoda. Quizá la sociedad quiere olvidar y sólo quedan los próximos, aquellos que han recibido directamente el daño, como si el dolor producido por el sufrimiento del hijo, del hermano, del amigo fuera una onda expansiva que daña un órgano interno, invisible al ojo humano, que no puede cicatrizar.