Silenia
Antonio Altarriba
LOS PADRES DE SILVIA ESTABAN SIEMPRE EN LAS NUBES. Las recorrían, las atravesaban, volaban por encima de ellas e incluso las acariciaban sacando la mano por la ventanilla. Cuando regresaban a tierra, tenían la impresión de estar enredados en unos filamentos húmedos y luminosos que envolvían su cuerpo en un agradable halo de frescor y hacían brillar su rostro con una sonrisa.
Su mayor placer consistía en subir a bordo de un aeroplano y lanzarse hacia el firmamento. Acudían a la llamada inmensamente silenciosa del cielo y, una vez allí, se abandonaban al abrazo acogedor del vacío. Disfrutaban de la elevación, de la ingravidez y, sobre todo, de ese cosquilleo que recorría sus estómagos mientras permanecían en las alturas. Despegaban del ruido y de las preocupaciones y, desde la nueva perspectiva que alcanzaban, todo les parecía pequeño e inofensivo. Los problemas y las angustias de la vida cotidiana desaparecían en la distancia Desde allá arriba el mundo no era más que paisaje.
Antes de conocerse, ambos eran pilotos consumados y practicaban con asiduidad su afición favorita, pero, cuando volaron juntos por primera vez, experimentaron una sensación de una intensidad desconocida. Descubrieron inmediatamente su profunda compenetración aérea. Se trataba de algo más que una buena colaboración técnica. La compañía del otro les dotaba de una sensibilidad muy especial, que no experimentaban por separado e incrementaba notablemente el placer del vuelo. Así que, a pesar de su boda, de la compra de una casa y del nacimiento de Silvia, sus relaciones sólo adquirían auténtica plenitud en el aire.
Habían dado varias veces la vuelta al planeta siguiendo rutas peligrosas o escasamente transitadas. También practicaban el vuelo acrobático y les gustaba organizar periódicamente exhibiciones para poner a prueba sus habilidades y sus nuevos logros mecánicos. En esas ocasiones podía comprobarse con total evidencia su estrecha alianza con el espacio. Subían en tromba, caían en picado, trenzaban el viento con arriesgadas piruetas demostrando, más que habilidad y maestría, el gozo de quien se desenvuelve en su propio elemento.
El padre de Silvia había llevado su obsesión más allá de las tareas propias del piloto. Se había interesado por la ingeniería aeronáutica y había puesto a punto un nuevo diseño de hélice que permitía incrementar la rapidez y seguridad del aparato y lo dotaba de una mayor capacidad de maniobra. Según él, la hélice era el elemento fundamental para conseguir unas buenas performancias aéreas, pues, al fin y al cabo y a pesar de los nuevos sistemas de propulsión, volar consistía en atrapar el aire y hacerlo rodajas.
SILVIA APENAS VEIA A SUS PADRES. Embarcados hacia otros cielos, absortos en su etéreo idilio, apenas recalaban en el hogar familiar. Sus breves visitas provocaban en la niña un gran alborozo. Al verles llegar, la mirada se le encendía con un brillo dorado y agitaba los brazos con impaciencia. Revoloteaba por los regalos que le traían de los lugares más insólitos, reía y daba palmadas al abrirlos o al descubrir su funcionamiento, pero lo que más le gustaba, lo que la llenaba de entusiasmo era la posibilidad de gozar de la presencia paterna. Cuando abrían la puerta de casa y entraban con sus cazadoras de cuero arrastrando las bolsas de viaje, sus cuerpos desprendían un fresco aroma a mecánica y viento que la embriagaba de alegría. En aquellos momentos pensaba que sus padres estaban hechos de una materia especial, mezcla de retazos de nube y ala de ángel.
Silvia mantenía una relación muy especial con su padre. Por las noches, antes de acostarse, él la llevaba en brazos al cuarto de baño y allí la bañaba y le contaba los cuentos más maravillosos. Durante horas enteras permanecían aislados en una intimidad jabonosa y acuática. Primero la desnudaba con parsimonia, descubría y comentaba los cambios anatómicos que se habían producido en las últimas semanas y luego la introducía suavemente en el agua tibia de la bañera. Entre caricias de esponja, chapoteos y aclarados comentaban novedades e incidentes, restaban importancia a los problemas y celebraban los avances y los logros. En
ese espacio tan rebosante de agua, ellos se desahogaban. También se confesaban y se amaban, pero, sobre todo, hablaban de Silenia.
La madre de Silvia se llamaba Helena, así que su padre había inventado una palabra formada por el cruce de las letras del nombre de su hija con las del nombre de su mujer. Silenia se había convertido en un término clave para entender las relaciones entre padre e hija. Era mucho más que una contraseña o un guiño cómplice. Era un país fabuloso que explotaban en cada una de estas sesiones de baño y que nunca terminaban de descubrir, un mundo extraordinario donde casi todo podía ocurrir y que sólo a ellos pertenecía. Las delicadas atenciones de
su padre, su voz desgranando maravillosos relatos, la atmósfera húmeda y vaporosa de la habitación, el frote mullido de la toalla se unían al progresivo cansancio que reblandecía su cuerpo y Silvia, sin darse cuenta, sin notar el paso de la vigilia al sueño, caía en un plácido sopor. No se dormía. Accedía a un lugar hecho de fantasía y agua.
DE LA MANO DE SU PADRE SILVIA PENETRABA EN SILENIA. Tras esa palabra de líquidas resonancias, se ocultaba un mundo sumergido y silencioso. Al otro lado de los grifos, estirando hasta el vértigo las perspectivas de losas y baldosines, fermentando bajo los vahos y espumas, se extendía, hondo e inmenso, este país de fábula. Su padre le explicaba cómo el pequeño cubículo en el que se encontraban conectaba, por medio de tubos y cañerías, a través de la prolongación de pilastras y paredes, con el corazón del lugar donde transcurrían todos los cuentos. El cuarto de baño de Silvia era una emanación de Silenia.
A menudo su padre construía barquitos de papel y los dejaba flotar por la bañera. Conforme se cargaban de humedad y, empapados, se iban a pique, iniciaba su relato. De esta manera el naufragio no era el final sino el principio de la narración. Se diría que los barquitos no estaban hechos para la navegación sino para la inmersión, pues, en cuanto la flota papirofléxica se hundía, la aventura daba comienzo. Al otro lado de la superficie empezaba Silenia y su sorprendente entorno permitía todo tipo de peripecias. En el fondo de ese paisaje iluminado
por transparencias lunares habitaban los seres más fabulosos. Centauros de porte majestuoso trotaban por las profundidades, seres de mirada misteriosa y complicados peinados escrutaban los oscuros abismos o se perdían en laberintos de porcelana, monstruos inteligentes y comprensivos ayudaban al viajero desorientado fabricando señales y organizando los puntos cardinales, caracolas gigantescas emitían frías corrientes y rebaños de burbujas se abrían paso
en pos de alimento. Allí tenían lugar historias de amor y de ambición, búsquedas de tesoros ocultos, deseos de elevación aérea, enigmas irresolubles y maldiciones inevitables. Todo lo que la imaginación de Silvia podía necesitar se encontraba en Silenia.
LOS PADRES DE SILVIA NO TENIAN NINGUN PROBLEMA EN DAR POR TERMINADOS los breves períodos de convivencia familiar. Sin nostalgias ni efusiones afectivas, sin manifestar ningún apego, partían en busca de aires nuevos que surcar o de desafíos que afrontar. Silvia no entendía esta carencia de ataduras ni tampoco podía acostumbrarse a tan repentinas y repetidas rupturas. Le resultaba incomprensible que su padre decidiera interrumpir la intensa complici-
dad en la que vivían, que hiciera estallar la acogedora pompa de jabón en la que se comunicaban y se marchara diciendo un alegre “¡hasta pronto!”. Ella se rebelaba, lloraba, les chantajeaba, pero sabía que su partida era inevitable. A los pocos días de estar en casa se ponían a oler a mecánica y a viento y todos sus movimientos dejaban traslucir una inequívoca desazón. Era como si necesitaran aspirar puras y elevadas corrientes aéreas o como si sintieran la llamada de lo altísimo. En cualquier caso, en cuanto se producían estos síntomas, Silvia comprendía
que ya no tardarían en vestirse las cazadoras de cuero, preparar el equipaje y dejarla sola.
Durante las largas temporadas que sus padres pasaban de viaje Silvia permanecía al cuidado de Teresa. Esta mujer de edad indefinida hacía el papel de niñera, criada, cocinera y maestra. Se ocupaba de que a la niña no le faltara de nada y le proporcionaba un cariño sincero y comprensivo con su situación. Silvia, aunque a veces le gustaba hacerla rabiar, le correspondía con un afecto profundo, pero sus atenciones no conseguían hacerle olvidar las ausencias paternas. De hecho pasaban la mayor parte del tiempo hablando de ellos. Imaginaban dónde estarían, seguían sus proezas a través de la prensa o la radio o comentaban y criticaban
las envidias y rivalidades que sus éxitos suscitaban. Sin embargo y a pesar de la confianza existente entre ellas, Silvia nunca le habló de Silenia.
Por las noches, antes de irse a la cama, Silvia se encerraba en el cuarto de baño y no dejaba entrar a Teresa. Se metía en la bañera y se ponía a recordar los relatos que su padre le contaba. A veces intentaba construir barquitos de papel para ver cómo se hundían. Pero, a pesar de sus esfuerzos evocadores, Silenia no aparecía. La notaba próxima, sentía que la inmersión estaba a punto de producirse, pero en el último momento se le escapaba entre los dedos, o se hundía en la profundidades, en cualquier caso no llegaba a ella. En esos días de soledad acuática y de imaginación en estado de síndrome, Silvia tardaba en conciliar el sueño y percibía
claramente cuándo dejaba de estar despierta y empezaba a quedarse dormida.
SILVIA ESTABA CONVENCIDA DE QUE SUS PADRES LA HABIAN ENGENDRADO en pleno vuelo. En medio de un loopin o antes de iniciar un aterrizaje forzoso, se habían abrazado y habían combinado sexo y riesgo en una mezcla vertiginosa. En caída libre hacia el orgasmo se habían amado como nunca. Les había unido el deseo, la tensión ante la inminencia del peligro y también, claro está, toda la presión atmosférica acumulándose en la cabina y acelerándoles convulsivamente hasta alcanzar el más completo desenfreno. Y así, producto de una penetración descontrolada, en suspensión entre el cielo y la tierra, había dado comienzo su
vida. Por eso sus pulmones estaban tan llenos de aire y en los momentos de rabia o de alegría sentía un vendaval soplando por las venas.
Esta hipótesis acerca de sus orígenes le confirmaba la necesidad de participar en las aventuras paternas. ¿Por qué se empeñaban en mantenerla alejada de sus expediciones‘? ¿por qué esa ruptura del aéreo cordón umbilical que ellos mismos habían forjado‘? Este sentimiento de exclusión hacía de Silvia una muchacha veleidosa, llena de manías y comportamientos inexplicables que dificultaban su educación. Sus padres habían decidido que no fuera a ningún colegio y Teresa se encargaba, con encomiable paciencia, de su formación. A pesar de su aislamiento y de los escasos contactos con otros niños de su edad, Silvia daba muestras de una
excepcional inteligencia y de una gran agudeza para entender la realidad. Sin embargo, a sus nueve años, todavía no sabía leer ni escribir. Identificaba las letras, pero no conseguía juntarlas y tampoco lograba reproducirlas sobre el papel. Este retraso en los estudios sólo parecía inquietar a la propia Teresa. La pareja de pilotos se conformaba con las cada vez más ingeniosas observaciones de su hija y no se interesaban lo más mínimo por sus conocimientos en matemáticas o en gramática. Silvia, por su parte, sólo se preocupaba por obtener sus caprichos y consideraba que los progresos en la vida consistían en acortar la distancia que separa los deseos de los actos.
En cierta ocasión sus padres tomaban parte en un concurso aéreo que se celebraba cerca de casa. La niña insistió con tan desesperada vehemencia que Teresa no tuvo otro remedio que llevarla a ver el espectáculo. Su excitación era tan intensa, su expectación tan ilusionada que la buena mujer, a pesar de tener prohibida la asistencia a este tipo de eventos, se convenció de que había actuado correctamente. Por primera vez Silvia iba a contemplar a sus padres
en pleno vuelo, ejerciendo esa actividad que parecían preferir a su compañía y en la que eran auténticos maestros.
El ambiente del campo de aviación la hechizó con las banderolas desplegadas, la música sonando por los altavoces, el público escrutando el cielo con sus prismáticos y los aparatos cruzándose, entretejiendo el azul con sus piruetas. Por fin el locutor anunció la intervención estelar de su madre. La vio ascender perpendicularmente, surcar con la cabeza hacia abajo y las ruedas hacia arriba, zigzaguear, arañar el cielo en todos los sentidos y, finalmente, para
rubricar tan arriesgadas filigranas, se elevó hasta perderse al otro lado de las nubes. Cuando todos la hubieron perdido de vista, se lanzó en picado. Apagó el motor y el ronroneo mecánico que había acompañado su trayectoria fue sustituido por el silbido del aeroplano cortando el aire. La madre de Silvia caía a peso muerto. Un tenso silencio se apoderó de la concurrencia que no sabía si se trataba de una avería o de un ejercicio. Cuando se encontraba a tan poca distancia del suelo que todos pudieron oír el click del contacto, el motor arrancó de nuevo, las
hélices se pusieron a girar, el avión enderezó el rumbo y aterrizó en muy pocos metros. Silvia, extasiada por lo que acababa de ver, no oyó los vítores y aplausos de los espectadores. Se limitó a sonreír complacida. Ella no había tenido miedo en ningún momento. Sabía desde el principio que nada podía ocurrir porque su madre era la reina de las alturas.
Teresa le explicó que semejante acrobacia sólo era posible gracias al especial diseño de la hélice, pero ella ni escuchaba ni atendía, escudriñaba la pista, nerviosa, pendiente de la próxima exhibición. Su padre partió hacia el infinito a bordo de un aparato pintado de un rojo intenso. Empezó con un vuelo rasante por la zona de la tribuna que impresionó a los asistentes y les obligó a agachar la cabeza. A pesar de la velocidad del pase, Silvia tuvo la certeza de que su padre la había reconocido entre el gentío que se agolpaba en las gradas. La actuación
resultó un éxito y arrancó gritos de pánico y admiración entre el público. Subió, cayó, remontó, fue torbellino y delicada bailarina, salió de la cabina y se paseó por las alas del biplano, hizo lo increíble y también lo imposible. Para terminar, abrió la espita del humo y allí, sobre la superficie amoratada del atardecer, se puso a dibujar unos signos blancos. Evolucionó por el espacio con la pericia de un calígrafo: al fin y al cabo el cielo era para él la página en la que escribía su vida. Silvia siguió la trayectoria ondulante de su padre y, por primera vez, supo juntar las letras. Sobre la línea del horizonte, identificando las formas de un trazado
vaporoso, consiguió leer una palabra. Con un placer secreto la deletreó para sus adentros.
Permaneció ensimismada pronunciando una y otra vez las sílabas mágicas hasta que los signos fueron perdiendo nitidez y el nombre de Silenia se esfumó en el crepúsculo.
De regreso a casa Silvia permaneció silenciosa y soñadora. No contestó a ninguno de los entusiasmados comentarios de Teresa acerca de la exhibición. Un cúmulo de sensaciones contradictorias se agitaba en su interior. Por una parte se sentía más próxima que nunca a sus padres, pero, por otra, entendía que no había lugar para ella en su idilio aéreo. Nada que no tuviera alas y motor podía interponerse entre ellos y el cielo. Sin embargo y a pesar de que la comprobación de esta evidencia le hacía sufrir, otro de los acontecimientos ocurridos ese día le producía una profunda satisfacción. Su padre se acordaba de ella cuando cruzaba el firmamento y, para probárselo, había llevado el nombre de Silenia, desde las profundidades marinas, hasta las alturas celestiales.
En esa fecha memorable también había descubierto las razones de su analfabetismo. Ahora comprendía que las dificultades para leer y escribir provenían de una resistencia a admitir que las palabras pudieran tener una forma y quedar contenidas en unos trazos. Para ella las letras eran algo así como la prisión de los nombres. Una vez escritos, quedaban fijados e inamovibles, anclados para siempre en una grafía. Ella prefería la impalpable fluctuación en la que queda la expresión oral. Estaba convencida de que, para entrar en el mundo fabuloso de los cuentos, conviene ir con las palabras sin escribir, así la fantasía cabe mejor en
ellas y las puede modificar en función de las cambiantes necesidades de lo maravilloso. Por esta razón había podido leer el nombre humeante de Silenia mientras que nunca había conseguido descifrar una palabra grabada clara y definitivamente sobre el papel. Silvia no contó a nadie estas reflexiones que permanecieron, borrosas e impronunciables en su interior, pero sus efectos se manifestaron con evidencia. Con el paso del tiempo y tras muchas dificultades
aprendió a leer, pero nunca llegó a escribir. Sólo consiguió, valiéndose de su dedo índice, trazar signos en el aireo dibujar letras en el agua. Formaba etéreos garabatos ante los ojos extrañados de sus interlocutores y, sobre todo, deslizaba su yema por la bañera llena o el lavabo rebosante, la introducía en el dorso líquido de estanques y corrientes. Donde mejor escribía era sobre la superficie ondulante e inaprehensible de Silenia.
UN ACIAGO LUNES DE NOVIEMBRE LLAMARON A LA PUERTA. Silvia se sobresaltó al oír los golpes y comprendió enseguida que algo malo ocurría. Se asomó a la escalera y vio a Teresa hablando con un hombre vestido de negro que hacía girar nerviosamente su sombrero entre los dedos. Teresa se llevó las manos al rostro en un gesto de dolor y Silvia ya no necesitó oír nada más. Supo que sus padres habían muerto.
Se encerró en el cuarto de baño, se desnudó, llenó la bañera y se introdujo en ella. Allí permaneció durante horas, inmóvil, con la mirada perdida entre los azulejos, sin llorar. En lugar de derramar, se impregnaba. Quería que el agua la inundara, embargara su organismo hasta alcanzar la disolución. No atendió, ni siquiera escuchó, las insistentes llamadas de Teresa que quería entrar a consolarla. Tuvieron que forzar la puerta y la sacaron aterida, temblorosa y con la piel arrugada. Los días siguientes permaneció en cama, febril, sudorosa, delirante.
Cuando, finalmente, se recuperó, Silvia había perdido la sonrisa, pero había adquirido una gran habilidad en hacer barquitos de papel. De hecho, durante las semanas que siguieron al luctuoso anuncio, esta fue su única actividad.
Nunca se interesó por las circunstancias del accidente. Cada vez que Teresa intentaba hablar de ello o mencionaba algún detalle, la mandaba callar o salía corriendo. A través de las noticias o de los comentarios de los familiares, no pudo evitar enterarse de que, a pesar de las búsquedas y de los numerosos intentos de rescate, no habían podido encontrar sus cuerpos ni el avión en el que viajaban. Habían desaparecido en el océano, tragados por las frías aguas del Ártico. No le cupo ninguna duda de que sus padres se habían ido a Silenia. Sin ella.
Tras los primeros días de dolor y desconcierto, Silvia fue la primera en recuperar la entereza y enseguida exigió a Teresa continuar con las actividades cotidianas. Al fin y al cabo tan sólo se trataba de una más de sus ausencias. La normalidad acabó instalándose de nuevo en la casa, pero estaba impregnada de melancolía. Era como si un tul ceniciento recubriera todas las actividades y las dotara de una especial lentitud, de un apagado interés. Por las noches, antes de acostarse, Silvia se refugiaba en la bañera y allí, en medio de una atmósfera vaporosa y rodeada de barquitos de papel, intentaba recuperar Silenia. Luego, húmeda y reblandecida,
se iba a la cama.
A los pocos días de la desaparición de sus padres Silvia empezó a caminar en sueños. Al principio el sonambulismo le procuró algunas sorpresas. A menudo se despertaba con los pies llenos de barro y cubierta de magulladuras. Sin comentarlo con nadie y a partir de sus propias deducciones, entendió lo que le ocurría y no le dió mayor importancia. Simplemente y para facilitar sus salidas, dejaba abierto el balcón del dormitorio y las zapatillas preparadas en la terraza. Teresa tardó varios meses en enterarse de las excursiones nocturnas de su pupila. Tras el accidente, había optado por mantener una actitud discreta y respetar los momentos de sole-
dad que Silvia exigía. Pero una madrugada se sobresaltó ante la llegada de la policía. Traían a la niña envuelta en una manta y todavía adormilada. La habían encontrado paseando por el malecón del viejo puerto, a varios kilómetros de la casa.
Sin saber qué resolución tomar, Teresa, dadas las circunstancias, dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Rechazó la posibilidad de encerrarla en su habitación o de atarla a la cama y se limitó a vigilar que se acostara bien abrigada y llevara siempre, grapada en el bolsillo del camisón, una nota con su nombre y dirección. Sin embargo, a partir de ese momento, la buena mujer perdió la tranquilidad y tuvo dificultades en conciliar el sueño. Aunque confiaba en la intuición y en las capacidades un tanto mágicas de la niña, no podía evitar imaginarla expuesta a todo tipo de peligros, caminando al borde de precipicios, surcando la noche por el estrecho filo que separa el sueño de la muerte.
SILVIA HABIA QUEDADO EN UNA SITUACION ECONOMICA MAS QUE CONFORTABLE. Sus padres nunca habían demostrado ningún interés por las cuestiones materiales. El desapego por el dinero y la mala administración les había llevado a emprender aventuras ruinosas o a aceptar proyectos escasamente rentables tanto para ellos como para su equipo. Sin embargo la hélice diseñada por el padre de Silvia se cotizaba muy bien en el mercado aeronáutico. A iniciativa de su hermano Gonzalo, habían montado una pequeña industria dedicada a la fabricación de piezas para motores de aviones. Tenían como clientes a empresas tan importantes como De Havilland, Avro, Bréguet o la Lockheed norteamericana. La facturación era millonaria y, aunque la mayor parte de los beneficios iban a parar a las manos de Gonzalo, la patente de la hélice estaba registrada a nombre del padre de Silvia y eso le aseguraba no sólo unos respetables ingresos sino también la clave y el porvenir de la empresa.
A la muerte de su padre Silvia heredó los derechos sobre la patente, pero, habida cuenta de su juventud, la administración de estos derechos quedó bajo la responsabilidad de tío Gonzalo hasta que la niña alcanzara la mayoría de edad. Tanto tío Gonzalo como su mujer, la tía Aurelia, incluso el propio Gonzalito, su primo, dieron muestras de una gran preocupación por el porvenir de la huérfana. La visitaron en numerosas ocasiones, insistieron en que fuera a vivir con ellos y, al final, acabaron reclamando la tutela que legalmente les correspondía. La
niña manifestó con la mayor testarudez su negativa a aceptar esta nueva familia. En este caso Teresa no se conformó con apoyar la voluntad de Silvia sino que ella misma tomó la iniciativa. Durante meses actuó con una energía y una habilidad desconocidas en ella. No se trataba tan sólo de impedir que le arrebataran a la niña y le privaran de su cariño. Estaba convencida de que el entorno familiar en el que pretendían acogerla resultaría nefasto para la particular sensibilidad de su protegida. Así que buscó abogados, se valió de todo tipo de artimañas legales para invalidar o, al menos, aplazar indefinidamente el ejercicio efectivo de la tutela. De
alguna forma tan intuitiva como precisa Teresa sabía que Silvia sólo podía vivir en la estela de magia e ingravidez que habían dejado sus padres.
Pero la desgracia es tan amarga como tenaz y disfruta socavando el consuelo y horadando las esperanzas. Una noche de marzo el fuego prendió en la casa y se propagó con rapidez, casi con rabia, por la estructura de madera. A pesar de que los bomberos acudieron velozmente, poco pudieron hacer por sofocar el incendio. El sonambulismo salvó a Silvia de la quema. Al regresar de su deambulación nocturna, despertó sobresaltada en medio de sirenas y envuelta en un intenso olor a quemado. El cadáver calcinado de Teresa fue rescatado de las ruinas humeantes. Los informes de los peritos mencionaron la posibilidad de un cortocircuito,
pero no se pudieron establecer con certeza las causas de la catástrofe. Silvia sintió cómo el dolor cavaba una nueva fosa en su corazón, aunque tampoco lloró en esta ocasión. Permaneció perpleja y desorientada varios días. No habló del incidente con nadie, pero la imagen de ese esqueleto chamuscado en el que se había convertido la casa quedó grabada para siempre en su memoria. Cuando se acordaba de Teresa, un torbellino negro y cargado de cenizas soplaba por sus venas.
SILVIA YA NO PUDO SEGUIR ESCABULLENDOSE DE SUS TUTORES. Sin casa, sin Teresa, sin ninguna otra protección, no le quedó más remedio que ir a vivir con sus tíos. Al principio se esforzaron en mostrarse comprensivos y la rodearon de una empalagosa solicitud. Con el tiempo la normalidad fue imponiendo su régimen cotidiano y Silvia pudo comprobar su profunda incompatibilidad con el nuevo entorno. La tía Aurelia marcaba las pautas de convivencia e imponía una severa disciplina a los demás miembros de la familia. En la casa se respiraba un ambiente de reseca austeridad. También hay que decir que la recién adoptada no ponía
las cosas fáciles. Durante las primeras semanas apenas comía y se negaba sistemáticamente a bañarse. Oponía un obcecado mutismo a todas las recomendaciones y reprimendas que se le daban, hasta que tía Aurelia decidió que la niña estaba muy consentida y necesitaba mano dura. Silvia se acostumbró a vivir continuamente castigada.
La muerte repentina de tío Gonzalo empeoró aún más la situación. El era el único que mostraba una cierta comprensión ante el comportamiento de Silvia, intercedía por ella y, a veces, a escondidas, le ofrecía algún regalo. Su desaparición no sólo privó a la niña de una compañía cómplice sino que acentuó la severidad de tía Aurelia. La viudedad la envolvió en un velo negro que no estaba tejido con la fibra del dolor sino con el hilo adusto de la crueldad. Este endurecimiento de carácter no se explicaba tanto por la pérdida de su marido como por la recuperación de una profunda amargura o de un primitivo rencor. Todos sufrieron las consecuencias de un carácter cada vez más afilado y retorcido, de manera muy especial su sobrina quien se convirtió en su víctima preferida.
Silvia plantó cara y durante meses soportó insultos, humillaciones y malos tratos. Atrincherada tras el vacío afectivo en el que le había sumido la desaparición de Teresa y de sus padres, resistía con indiferencia desafiante los embates de tía Aurelia. Como si nada le hiciera efecto, permanecía erguida, distante, ajena a ese mundo de rigor y resentimiento al que no pertenecía. Sin embargo un día de septiembre, cuando acababa de cumplir los doce años, la confrontación alcanzó un punto extremo y la resistencia de la niña resultó seriamente dañada.
El sonambulismo de Silvia había pasado desapercibido en su hogar adoptivo. El estricto horario y la escasa comunicación existente entre los miembros de la familia facilitaba sus fugas nocturnas. Se las arreglaba para colocar escaleras de mano en los puntos estratégicos, entreabrir la puerta de la verja o disimular las huellas que dejaban en su cuerpo los accidentados paseos. Una de las raras noches que Gonzalito regresaba tarde a casa se encontró a su prima caminando entre los setos de los jardines vecinos. En cuanto salió de su sorpresa, se decidió a abordarla para recriminarla y obligarla a volver. Al acercarse y contemplar la expresión ausente de su rostro, al distinguir el halo fantasmal que desprendía su silueta, se asustó y no se atrevió a interceptarla. Con el ánimo sobrecogido entró en casa y se encerró en su habitación, pero, a la mañana siguiente, le faltó tiempo para contarle a su madre tan espectral encuentro.
Tía Aurelia dedujo fácilmente lo que le ocurría a Silvia. Su reacción fue inmediata. Sin consultar psiquiatras ni especialistas, decidió que la niña debía acostumbrarse al encierro y a la oscuridad, que ése era el mejor tratamiento contra el sonambulismo. Así que, sin mediar palabra, la cogió de la mano y la arrastró hasta un camarote horadado en el fondo del desván. Era un pequeño cubículo sin ventanas ni aireación donde se amontonaban trastos y cachivaches cubiertos de polvo. Quitó la bombilla que pendía del techo, metió dentro a la niña y cerró la puerta con llave. Durante cuatro días la retuvo en ese lugar agobiante. Por las noches, asegurándose de que no entrara ni un solo rayo de luz, le subía una comida fría.
Las primeras horas fueron terroríficas: El tufo a muerte y olvido que desprendían los muebles desvencijados y las cajas repletas de objetos inservibles creaban un ambiente asfixiante. La completa oscuridad impedía localizar bultos y obstáculos o hacerse una idea clara del tamaño y la distribución del espacio. Además las leves crepitaciones, los sordos correteos que arañaban el silencio obligaban a imaginar presencias ocultas, amenazas agazapadas. Durante un tiempo incalculable Silvia permaneció acurrucada, sin moverse, sin atreverse a respirar, sobresaltándose ante cualquier contacto. Al cabo de una eternidad rompió a llorar convulsa y
abundantemente. Como si la humedad de sus lágrimas hubiera refrescado la áspera atmósfera del cuarto, en cuanto terminó el llanto, se sintió más tranquila y relajada. Inició una primera expedición a ciegas y, poco a poco, tras numerosos tanteos interrumpidos por sacudidas de pánico, empezó a familiarizarse con el lugar y a adquirir una cierta confianza en sus movimientos. La desorientación temporal resultó más difícil de combatir. Las cenas de su tía le proporcionaban una pauta, pero las veinticuatro horas que mediaban entre ellas era un lapso de tiempo demasiado largo para situarse y unos días se le hacían inacabables y otros insopor-
tables. No sabía cuándo ni cuánto dormir. Sin espacio disponible, tampoco sabía cómo. En realidad, en ese estado de negro entumecimiento en el que se encontraba, no estaba segura de hacerlo.
Silvia no quería doblegarse, no quería mostrar su fragilidad ante esa bruja despiadada que pretendía practicar con ella el mayor de todos los encantamientos: convertirla en otra persona. Finalmente sus fuerzas empezaron a flaquear. Un inmenso sentimiento de desamparo se apoderó de ella y le hizo caer en la tentación del abandono. Pensaba que, quizá, fuera mejor dejarse llevar, ser lo que los otros deseaban, convertirse en cualquiera. Allí, con la noche reducida a mazmorra y la imaginación cubierta de polvo, estaba a punto de rendirse. Quizá
hubiera podido resistir todavía unas horas más, pero, de pronto, un líquido cálido y espeso empezó a manar de su sexo y a escurrir por sus muslos. Olía a fruta descompuesta y tenía el sabor dulzón y empastado de una mermelada agria. Silvia no podía saber que tan sólo se le desbordaba la luna y se hacía mujer. Sumida en la oscuridad, ni siquiera podía saber que tan sólo sangraba. Pensó que su cuerpo se disolvía, que perdía consistencia y se vaciaba hasta desaparecer por completo. Y, nada más pensarlo, cayó desmayada.
Cuando volvió en sí, ya estaba tumbada en la cama de su habitación. Primero experimentó una vergüenza rabiosa por haber sido vencida. Sólo después de un momento descubrió ese líquido oscuro y reseco ensuciando su bajo vientre. Inmediatamente la ira y la humillación remitieron dando paso a una perentoria necesidad. Quería lavarse. No sólo para limpiar la sangre cuajada de su entrepierna sino, sobre todo, para purificarse de esa costra de abandono y muerte en la que había estado impregnándose. En un instante superó todas las reticencias que hasta ese momento la habían mantenido alejada de la bañera. Dejó de considerar el con-
tacto con el agua como una profanación para percibirlo, si no como una liberación, al menos como un alivio. Aunque el cuarto de baño perteneciera a una casa execrable y estuviera situado en un espacio opresor y estéril, el líquido que en él manaba debía conservar sus propiedades fabuladoras y consoladoras. Se decía a sí misma que, al fin y al cabo, todas las aguas provienen de un mismo fondo y todas las corrientes conducen a Silenia.
SILVIA PASO EN REMOJO TODA LA ADOLESCENCIA. No sólo ponía en agua su cuerpo sino también su afán de libertad y sus deseos de venganza. Soñaba con el día en el que podría abandonar esa casa y planeaba las múltiples maneras de devolver con digna contundencia, con elegante crueldad todo el mal recibido. Mientras llegaba tan añorado momento, se conformaba con las prolongadas sesiones en el cuarto de baño. Poco a poco consiguió que su tía y su primo respetaran ese espacio de intimidad. El recogimiento vaporoso, la infinidad de perspectivas creadas por los espejos y los repetitivos dibujos del embaldosado, le servían de refugio. Se introducía en la bañera, metía la cabeza debajo del agua y, con los ojos abiertos, contemplaba esa ondulante luminosidad de la que surgían los seres fabulosos de los cuentos paternos. Al principio se aparecían imprecisos e inactivos, pero, al cabo de los días, fueron adquiriendo nitidez y movimiento. A fuerza de practicar, lograba permanecer más de dos minutos sin respirar, imaginando historias, recuperando Silenia, adaptándola a la nueva situación.
Desgraciadamente tenía que volver a la superficie y enfrentarse con un mundo hostil. Pero emergía restaurada, dispuesta a resistir resignadamente o a combatir con la mayor energía.
Silvia comprendió que la guerra iba a ser larga. Entremezclando los nombres de su primo Gonzalo y de tía Aurelia construyó Gorelia, un término de terroríficas resonancias que le sirvió para bautizar y definir la potencia rival, la tiránica nación a cuya destrucción iba a dedicar todos los esfuerzos. En el atlas de su existencia Gorelia se convirtió en ese país fronterizo y amenazador que se había propuesto la conquista de Silenia. Esta misión constituía su principal objetivo político, económico y militar y no se conformaba con la simple anexión sino que pretendía desecar y esterilizar su acuosa fantasía. A fuerza de ataques, suplicios y leyes mar-
ciales, Gorelia quería hacer de Silenia una provincia dependiente, un lugar que, construido a su imagen y semejanza, sería, en lo sucesivo, árido y previsible.
Silvia se preparó para una prolongada resistencia. Los últimos acontecimientos habían demostrado la superioridad del enemigo en las confrontaciones a campo abierto, así que decidió cambiar de estrategia. La emboscada, el disimulo, la planificación inteligente y paciente se adecuaban mejor a su desfavorable posición. Fingió que el encierro en el cuarto oscuro había dado sus frutos y se mostró sumisa e incluso complaciente. Le costó escuchar con aparente interés las recomendaciones de su tía y soportar las burlas de Gonzalito, pero lo que
supuso una auténtica tortura fue la renuncia a sus paseos nocturnos. Encerrada a cal y canto en su habitación, sometida a una rigurosa vigilancia, Silvia apenas dormía. Daba vueltas en la cama, se despertaba sobresaltada y casi todas las noches tenía la misma pesadilla. Con angustiosa expectación se veía a sí misma orinando en una copa de cristal. De su entrepierna manaba un chorro caudaloso y transparente que rebotaba contra el recipiente, sin terminar nunca de llenarlo. Al cabo de varios minutos de permanecer en tan incontinente postura, su cuerpo
disminuía de tamaño o perdía consistencia hasta acabar diluyéndose. Al final sólo quedaba de ella una última gota que se unía al resto del líquido con un “plop” concéntrico y cavernoso.
La contemplación de la copa rebosante le proporcionaba una breve impresión de paz que terminaba de repente con un intenso pinchazo en la vejiga. Silvia se despertaba con unas ganas irresistibles de ir al retrete o, demasiado tarde, con el colchón completamente empapado.
También procuró que sus estudios no proporcionaran a su tía nuevas excusas para el enfrentamiento. Su tardía incorporación al colegio supuso una fuente inagotable de problemas que ella sobrellevó con rabia pero en silencio. Los primeros días de clase supo granjearse la amistad de Lidia, una muchacha solitaria y un tanto apocada. La convenció para que le tomara apuntes, le hiciera los trabajos y supliera su incompatibilidad con la palabra escrita. A cambio Silvia le ayudaba a entender la filosofía o a resolver los ejercicios de geometría. También le describía los espacios fantásticos de Silenia. Lo hacía con tan encendida precisión que acababa despertando en Lidia una admiración embelesada, un estado de arrobamiento cercano al trance. En esas ocasiones, contagiada por las maravillas que le contaba su amiga y como si no pudiera resistir el impulso, cogía un lapicero y se ponía a dibujar, con fulgurante rapidez y sorprendente fidelidad, los paisajes de los que le hablaba. La propia Silvia permanecía boquiabierta ante la riqueza de los detalles, lo acertado de la iluminación y la adecuada plasmación de esa atmósfera mágica en la que flotaba el país sumergido. Ante tan compenetrada sintonía con sus elucubraciones imaginativas, Silvia decidió nombrar a Lidia cartógrafa oficial de Silenia. Se estableció así entre ellas una complicidad tan incondicional como hechizada. Estaban unidas con indefectible necesidad, como la voz y el habla, como la palabra y el significado. Gracias a esta sólida alianza, Silvia logró superar su carrera estudiantil y solventar los numerosos inconvenientes de una vida plagada de requisitos administrativos y burocratizada escritura. Gracias a tan anónima e imprescindible colaboración, consiguió recuperar definitivamente el país de los cuentos e incluso llegó a descubrir rincones hasta entonces inexplorados de Silenia.
Esta amistad fue decisiva para recobrar la confianza en sus posibilidades ante la batalla emprendida. Comprendió que, aunque prisionera y sometida, todavía no estaba vencida. Le quedaba ese destello mágico que ablandaba la realidad para transformarla o hacerla más soportable, una irresistible capacidad de seducción o de manipulación y una manera distinta de ver el mundo. En definitiva, poseía, prácticamente incólume, todo el poder de Silenia. Lo comprobaba cuando le comentaba a Lidia sus dibujos y le explicaba cómo se organizaban las inmensas avenidas o cómo se vivía en aquellas lujosas mansiones. Ambas se extasiaban con-
templando la majestuosidad de aquellos cuartos de baño, grandes como basílicas o misteriosos como selvas, y, cuando Silvia describía las particularidades de la grifería, podían oír con claridad los crujidos de las tuberías o el eco de los desagües como si realmente se encontraran dentro de esos fantásticos espacios.
También le daban nuevos ánimos las noticias que le llegaban en relación con su secuestrado sonambulismo. Al parecer y a pesar de las medidas de seguridad tomadas por su tía, algo de ella conseguía escapar en noctámbula excursión. Por las mañanas se despertaba con los pies oliendo a mar y el pelo enredado en resplandor de estrella, síntoma inequívoco de que, al menos una parte de sí misma, se había filtrado fuera de su prisión. Le confirmaban esta hipótesis los continuos rumores de los vecinos del viejo puerto que afirmaban distinguir todas las
noches, caminando por los muelles o por los restos de la antigua escollera, la silueta de una niña brillando con luz de luna.
PERO EL ARMA MAS EFICAZ DE TODA SILENIA, la que neutralizaba los feroces ataques de Gorelia y, al mismo tiempo, mantenía viva la esperanza en la victoria final era la patente de papá. La hélice que él había diseñado continuaba vendiéndose bien en el mercado aeronáutico y proporcionaba la mayor parte de los ingresos con los que tía y primo financiaban ese estilo de vida pomposo y estirado. Aunque nadie le había explicado su situación legal en la empresa de
la familia, Silvia sabía que allí poseía algo íntimamente suyo, una especie de talismán dejado por su padre que, más tarde o más temprano, acabaría poniendo Gorelia en sus manos.
Naturalmente no podía confiarse. Estaba segura de que el adversario era capaz de todo y preparaba las tretas más crueles para dejarla sin defensas y sin posibilidad de contraataque. Conforme fue creciendo llegó a convencerse de que tanto la desaparición de sus padres como la muerte de Teresa habían sido consecuencia de algún oscuro plan urdido por sus enemigos para hacerse con el control de la empresa. Esta idea revolvía las más espesas tinieblas de su corazón y, aunque nunca tuvo ninguna prueba de ello, la utilizaba para templar la firmeza de sus propósitos y plantearse la venganza como un objetivo inquebrantable.
Siempre que se lo permitía la estrecha vigilancia a la que le sometían las fuerzas de Gorelia, Silvia se acercaba al solar calcinado donde en tiempos más felices se levantó la casa de sus padres. Como si irradiara un halo malévolo, nadie se había atrevido a construir un nuevo edificio. Apenas se habían retirado los cascotes y todavía podían distinguirse algunas vigas carbonizadas. El agujero negruzco de los cimientos exhalaba un relente frío y pútrido que alejaba a los paseantes e impedía crecer la hierba. Los meses de otoño, cuando la lluvia caía con insistencia, se formaba un estanque de aguas negras, densas, asombrosamente quietas. Le
gustaba sentarse al borde de esta improvisada charca y dejarse empapar por la tormenta. Miraba la tersa superficie y pensaba que esas aguas oscuras y amenazadoras no podían provenir de Silenia, al menos que fueran la emanación de su parte más terrorífica o de su herida más gangrenada.
Ocupada por recuerdos, fantasmas y deseos de venganza, Silvia se olvidaba de sí misma. La adolescencia despuntaba en su cuerpo moldeándolo con unas redondeces que ella exhibía de una forma tan atractiva como ingenua. A pesar de la evidencia de sus encantos, no compartía las inquietudes de las otras muchachas de su edad. No le preocupaba la manera de arreglarse tampoco le interesaban los chicos ni las demás diversiones. Salvo la compañía de Lidia y las relajantes inmersiones en el cuarto de baño, sólo vivía para el campo de batalla, vigilando los movimientos del enemigo, preparando estrategias, buscando la mejor ocasión para el triunfo. Fue un comentario de tía Aurelia el que provocó la electrizante conexión de su sensualidad y su odio. Adivinó en sus palabras la intención de casarla con Gonzalito. De esa manera pretendía prolongar, más allá de su mayoría de edad, el control sobre su comportamiento y también sobre la administración de sus bienes.
Al principio las intenciones de Gorelia sumieron a Silvia en la desesperación. Con un dolor inagotable astillando su pasado y el provenir embozado por tan detestable compromiso matrimonial ¿qué salida le quedaba? Tardó varios meses en darse cuenta de que la situación también ofrecía algunas ventajas. Su primo la asediaba con requerimientos cada vez más atrevidos, acechaba y olisqueaba a su alrededor queriendo hacer valer ya unos derechos que consideraba incuestionables. Ella le dejaba acercarse. Con estudiada inocencia hacía concesio-
nes, permitía caricias y, cuando lo notaba suficientemente excitado, se escabullía abandonándolo en un estado de furiosa frustración. Disfrutaba enormemente administrando las distancias, estudiando las posturas y, sobre todo, comprobando esa obcecación tan vulnerable de su rival. Por primera vez gozaba de una ventaja en esta guerra sin cuartel y se la proporcionaba un arma tan cercana como inesperada: su propio cuerpo.
SILVIA ACABABA DE CUMPLIR DIECISIETE AÑOS y ya sabía manejar con precisión de artificiero las irresistibles ondulaciones de su anatomía. Tras planearlo cuidadosamente, una noche de viernes, se escapó de la casa. Había preparado una discreta vía de salida por la verja y había procurado no levantar sospechas a la hora de irse a acostar, pero, sobre todo, se había aprovechado de una cierta relajación en el sistema de vigilancia de sus rivales que ahora confiaban en su aparente sometimiento a las leyes de Gorelia. Bajo una discreta gabardina se había vestido con unas ropas confeccionadas por ella misma y que’ ponían de relieve, con insinuante generosidad, una promesa de goce. También se había maquillado de forma un tanto provocadora. Pertrechada de esta guisa y camuflándose en la oscuridad, se dirigió hacia el viejo puerto. Por primera vez acudía a ese lugar despierta, con las intenciones claras y los sueños enterrados o indefinidamente aplazados.
Las calles cercanas al muelle olían a salitre, alcohol y lascivia. En una atmósfera humeante y enrojecida por las luces de bares y prostíbulos se movían marineros, putas, macarras, chaperos y toda una fauna entregada a la ceremonia de la embriaguez y la cópula. Aprovechándose de sombras, esquinas, recovecos y del encelamiento de clientes y expendedores, Silvia conseguía pasar desapercibida. Se deslizaba de un tugurio a otro fascinada por ese desfile de rostros, indumentarias, gritos, músicas, risas, contoneos, peleas, caricias, reclamos y chalaneos. Le atemorizaba pero también le atraía ese ambiente que oscilaba entre la congestión y el desmayo, entre la agresión y el cariño, entre la carne y el dinero. Le habría gustado integrarse, entregarse a la confusión y al olvido, pero, en el fondo de sí misma, sabía que no formaba parte de ese mundo y que sólo estaba de paso.
Venciendo temores y superando curiosidades, se concentró en el objetivo que le había traído hasta allí. Recorrió una y otra vez callejones y plazuelas, espió por las ventanas, aguardó a la salida de clubs y salones de baile, siguió el caminar zigzagueante de algunos hombres y, por fin, se decidió. Abordó a un marinero corpulento, solitario y con la mirada anegada en alcohol. Con decisión, como si fuera una experta, se abrió la gabardina, se cimbreó ante sus ojos anonadados, se apretó contra su entrepierna, acarició su nuca adusta y su estropajosa cabellera, le susurró al oído palabras cargadas de humedad y vio con satisfacción cómo toda su virilidad se rendía. El hombre le respondió con una voz ronca, ronroneante y absolutamente incomprensible. Hablaba un idioma extraño, pero que Silvia entendía a la perfección. No sabía lo que quería decir, pero estaba segura de lo que significaba. Le comunicaba con completa claridad que era suyo y podía hacer con él lo que quisiera.
Le cogió de la mano y lo arrastró hacia el faro abandonado. Con habilidad seductora, tocando y dejándose tocar alentaba su deseo. Con la brisa del
mar y las promesas de placer el hombre se iba despejando. Salía de los vapores del aguardiente para caer en el hervor del deseo. Entre los dos forzaron la
desvencijada puerta y, alumbrándose con una pequeña linterna, Silvia le condujo hasta la interminable escalera de caracol. Con impaciencia, corriendo y tropezando, iniciaron la ascensión. Ella sentía su respiración soplándole por las piernas, oía su enigmático lenguaje reverberando por las paredes del edificio y no podía evitar una cierta excitación enroscándose en su vientre y en la punta de sus pechos. Llegaron a la terraza superior sofocados y sin aliento. A sus pies se extendía el enjambre luminoso del puerto y en el horizonte se reflejaba
la estela resplandeciente de una luna borrada por las nubes. El lento batir de las olas amortiguaba el bullicio de los muelles. Silvia respiró profundamente y quiso impregnarse de la apacible tersura del océano, pero el hombre se abalanzó sobre ella y empezó a demostrarle su ansiosa premura. Le desgarró las ropas y la estrechó violentamente contra su pecho. Su torso peludo estaba empapado de un sudor espeso, sus labios le recorrían los hombros y el cuello cubriéndolos de una saliva cálida. Perdida entre los enormes brazos, embriagada por ese olor
en el que se mezclaban el alcohol y el embrutecimiento, Silvia intentaba responder o, quizá mejor, organizar tan descontrolado apremio. Se agarró a su cuello, se encaramó en su cintura y se clavó en él de un solo golpe. No pudo evitar un aullido de dolor. El desgarro se fue restañando con una viscosa humedad y ondas concéntricas de placer empezaron a inundarla. Una serpiente de fuego reptaba en su vientre y ella, con el frenesí ondulante de sus caderas, animaba al reptil a que le inoculara su mortífero veneno. Apretó contra sí las nalgas del marinero, como si quisiera introducirse toda su fogosa insistencia, toda su descomunal aspereza. El
hombre se crispó en un gozoso calambre, le crujió la pelvis y lanzó un prolongado suspiro. Silvia cayó en un oscuro torbellino en el que el cielo y el mar se confundieron.
Sin depositarla en el suelo, sin dejarla descansar, el marinero la llevó al interior del faro, la apoyó contra la barandilla que daba al hueco de la escalera y allí, haciendo alarde de la inagotable rigidez de su deseo, la sodomizó. Ensartada como una marioneta, Silvia se asomaba rítmicamente al vacío. La brutalidad de la penetración la había dejado casi inconsciente, pero la conciencia de la depravación en la que estaba incurriendo anestesiaba su dolor y la alentaba a ir más lejos, aunque ello supusiera el desmembramiento de su cuerpo tan cruelmente atravesado. Una mezcla de anulación y transgresión le proporcionaba un placer sordo y profundo que emanaba de su piel y se prolongaba vertiginosamente por el caracol de la escalera hasta más allá de las tinieblas, hasta el fondo mismo del océano. El hombre alcanzó de nuevo el orgasmo o, quizá, simplemente se agotó, en cualquier caso salió de ella y se desplomó en el suelo. Silvia, vaciada pero también liberada, aprovechó la ocasión para fugarse. Se enfundó la gabardina y descendió precipitadamente las escaleras sin atender las llamadas del extranjero que intentaba incorporarse inútilmente. No huía, pero ya no quería saber nada
de él. Su objetivo estaba cumplido.
De regreso, el viento del otoño se enredaba en sus cabellos y se enroscaba por debajo de la gabardina azotando su desnudez. Silvia no sentía el frío ni el dolor de su cuerpo resquebrajado. Caminaba sonriente y un tanto desorientada. Disfrutaba del envilecimiento al que se había sometido. Su primo Gonzalo no tendría nada que ella no hubiera usado y ensuciado. Su primo Gonzalo tampoco le ofrecería nada que ella no hubiera descubierto por otros medios. Aunque se produjera el enlace, aunque se consumara la anexión, el enemigo sólo obtendría un territorio devastado.
Antes de volver a los dominios de Gorelia, Silvia se acercó al solar donde todavía latía el corazón del hogar perdido. El cielo se había despejado y un colmillo de luna se reflejaba en el pequeño estanque que inundaba los cimientos. Sin pensarlo ni un momento se quitó la gabardina y se zambulló en él. Las oscuras aguas no la inquietaron sino que, más bien, la aliviaron. A su alrededor fluían corrientes y culebreos que en otra ocasión la habrían aterrorizado. Ahora los percibía como palpitaciones de vida, como vaticinios de un añorado renacimiento. Cuando dio por terminado el baño, el nuevo día empezaba a clarear. A la luz incierta del amanecer Silvia descubrió que las aguas habían perdido densidad y negrura y ahora aparecían ligeras y transparentes. En una misma noche su cuerpo se había abierto al sexo y la herida de Silenia había cicatrizado.
SILVIA NO PENSO EN NINGUN MOMENTO EN LA POSIBILIDAD DE SUSTRAERSE al matrimonio con su primo. Hubiera podido ampararse en su recién estrenada mayoría de edad para negarse a ello e incluso para romper los lazos que la unían con tan despreciable familia, pero ya no concebía la vida al margen de esa guerra entre Silenia y Gorelia. No quería prescindir de sus enemigos sino tenerlos a su lado o, mas bien, a sus pies. Sin ellos perdía ese polo opuesto que tensaba y daba sentido a su existencia. Sin ellos desaparecía el recipiente donde depositar su resentimiento.
Además, conforme se hacía mayor, aumentaba su ascendencia sobre Gorelia. Por una parte se aproximaba el momento en el que podría hacer valer sus derechos sobre la patente de su padre. Por otra los años habían debilitado la cruel fortaleza de tía Aurelia. En cuanto a Gonzalo sólo era un mequetrefe, con más pretensiones que voluntad, que ella podía manejar a su antojo. Así que, cuando le plantearon abiertamente la conveniencia de casarse, ella aceptó, pero, con indiscutible autoridad, impuso sus condiciones. La boda no se celebraría hasta que no se hubiera levantado una nueva casa en el arrasado solar de su familia. Ellos podrían con- trolar todos los aspectos relacionados con la arquitectura y la calidad de la construcción. Ella se reservaba tan sólo el diseño y la decoración de un gran cuarto de baño que ocuparía la parte central del edificio y que estaría destinado a su uso exclusivo. Se casarían en cuanto las obras hubieran terminado y, por supuesto, establecerían allí su nuevo hogar.
Los trabajos se iniciaron rápidamente y tuvieron como efecto inmediato la recuperación por parte de Silvia de un entusiasmo olvidado desde los lejanos tiempos de la infancia. Durante varios meses se dedicó a revisar planos y a imaginar decorados. Sus dos cursos de arquitectura le ayudaron en esta labor, pero fue la colaboración de Lidia la que contribuyó de forma más decisiva a la realización de sus propósitos. Como si se tratara de los espacios imaginarios de Silenia, le contaba sus ideas. Le describía baldosas adornadas con motivos de
enrevesada simetría, lavabos blandos, bañeras suspendidas en el aire, bidés incrustados al final de un corredor luminoso y otras muchas fantasías que su amiga transcribía gráficamente con la mayor precisión. Sin embargo nunca llegó a decirle claramente cuál sería el aspecto concreto del cuarto de baño. De hecho, para elaborar el proyecto definitivo, mezcló estos últimos dibujos con otros que Lidia había realizado al hilo de anteriores conversaciones. Cortó, montó, amplió y, finalmente, surgió ese lugar durante tanto tiempo ensoñado. Lo discutió con
el arquitecto y con el aparejador y, tras modificar algunos pequeños detalles, les exigió que la construcción se llevara a cabo bajo cubiertas especiales y con absoluta discreción. Silvia no quería que nadie tuviera conocimiento de lo que allí se estaba haciendo. Ese era su refugio secreto, su espacio más íntimo y vital y solamente ella podía disfrutarlo.
Por oposición a tan meticulosos e ilusionados preparativos, apenas se preocupó de lo concerniente a la boda. Delegó en Gorelia todas las estúpidas decisiones relativas a la ceremonia, los invitados, el banquete y el viaje de novios. Apenas se dignó echar un vistazo al vestido y al ramillete. Ninguna de estas cuestiones le importaba lo más mínimo. Y es que Silvia, en realidad, no inauguraba una vida conyugal sino un cuarto de baño que le proporcionaba la más maravillosa vía de acceso a Silenia.
VIVIO SU PROPIA BODA como si se tratara de un acontecimiento totalmente ajeno. Hizo todo lo posible para abreviar la luna de miel y regresar cuanto antes a la nueva casa. En cuanto a las relaciones sexuales, Silvia se las arregló para mantener a Gonzalito en un estado de permanente irritación. Le enseñaba, le ofrecía, le mostraba el mayor ardor para pasar inmediatamente a la más fría indiferencia. En ocasiones se le entregaba, pero actuaba de tal manera que él nunca alcanzaba un placer suficientemente gratificante. Unas veces se manifestaba inalterable ante el despliegue de performancias del primo. Otras fingía la más encendida excitación y le dejaba bien claro que, a pesar de sus esfuerzos, ella había quedado insatisfecha. Por medio de comentarios y de estudiadas actuaciones despertaba sus celos o le inducía a imaginar un sinfín de fantasmas. Todo estaba planteado y llevado con tal sutileza que el desesperado marido no tenía ningún argumento para desahogar su rabia, ni siquiera para hacerle el más mínimo reproche. Con semejante comportamiento de la que, en principio, era su mujer, Gonzalo vivía en un completo desasosiego que minaba su salud y ponía en sus ojos una mirada en
donde se traslucía a veces la ira, con frecuencia la locura y casi siempre el desamparo.
Silvia disfrutaba enormemente de esta situación. Tan sólo lamentaba que Aurelia, en franca decadencia física y mental, apenas se enterara de las derrotas sufridas por su mermado ejército. Pero, aunque las delicias de la venganza no resultaban desdeñables, sus mayores placeres eran secretos y transcurrían en ese santuario de mármol y azulejos que se había construido. Encerrada durante horas, se dejaba llevar a la deriva de la imaginación y de los recuerdos, pues el habitáculo comunicaba por un lado con la fantasía y por otro con el pasado. Solitaria y plena, sentía que, por fin, había encontrado su sitio.
El cuarto de baño estaba situado en el corazón del edificio y, tal y como habían sido pensado los accesos, desde el exterior resultaba muy difícil hacerse una idea de su forma y dimensiones. En su interior estaban todas las válvulas y llaves de paso que controlaban el suministro de la casa. Por si fuera poco había instalado una red alternativa de tuberías que, en caso de corte o de avería, garantizaba el servicio por medio de un depósito que se encontraba también a su única disposición. De esta manera, con Gorelia domeñada y la fontanería a su disposición, recuperaba poco a poco la seguridad perdida. Silvia era la dueña de la casa y, sobre todo, la señora del agua.
Pero su reinado no tardó en verse amenazado. Gonzalo encontró por fin la manera de recuperar, si no el dominio, al menos la justificación de sus exigencias. Manifes-tó con una autoridad un tanto tambaleante su deseo de tener descendencia. Estaba en su derecho y ella no podía negarse. La sola idea de llevar un hijo de Gorelia en sus entrañas le repugnaba hasta el punto de provocarle náuseas. Semejante concesión supondría la ocupación por parte de las fuerzas enemigas de sus reductos más íntimos. Tal y como ella lo percibía, significaba la invasión seminal, la anexión celular, la rendición completa. Naturalmente podía negarse o valerse de numerosos subterfugios para evitarlo, pero las demandas de Gonzalo, difícilmente
rebatibles, iban a encontrar un indiscutible apoyo en su entorno y podían acabar deteriorando su nueva y ventajosa posición. Silvia comprendió entonces que en una confrontación como la que tenía entablada no había lugar para las treguas ni para los prisioneros. La guerra tenía que ser a muerte.
NO TUVO QUE PENSARLO MUCHO. Disponía del arma y se encontraba en la mejor situación para hacerlo. Una mañana de domingo se levantó temprano, cortó el agua, abrió el circuito alterno
de tuberías, vertió en el depósito de reserva varios litros de un potente desatascador y se volvió a la cama. Esperó tranquilamente a que la rutina cotidiana desencadenara los efectos corrosivos del veneno. En el aislamiento de su habitación no oyó nada ni vio nada, pero supo con exactitud lo que estaba ocurriendo en cada momento. En cuanto se despertó, Aurelia acudió a la cocina y, siguiendo su costumbre, llenó una cacerola de agua y se preparó un caldo.
Obedeciendo a las pautas de su insoportable meticulosidad, Gonzalo humedeció sus mejillas antes de aplicarse la espuma de afeitar, se lavó los dientes, se enjuagó insistentemente la boca y, con un extraño ardor en el rostro y un amargo sabor en la garganta, se dirigió a la ducha. Silvia no necesitó salir del lecho para ver cómo los espasmos intestinales retorcían el cuerpo de su tía y cómo su primo se debatía con los grifos antes de caer en la bañera con la piel humeante y los ojos desorbitados. Ni siquiera quiso salir de la habitación para comprobar los resultados de su ataque. Las fuerzas de Gorelia yacían sin vida en el campo de batalla. Silenia había vencido.
Embargada por un burbujeante bienestar, se incorporó, abrió de par en par los ventanales y salió al balcón. La recibió un aire más puro que de costumbre. Se estiró, contempló el cielo salpicado de nubes y sonrió. Se sentía ligera, amplia, totalmente desocupada. Había cumplido su misión, ya no tenía nada que hacer y ahora, por fin, podía hacerlo todo. Escuchó en sus pulmones la llamada rumorosa del agua, un melodioso canto de sirenas sopló por sus venas y una cosquilleante permeabilidad se puso a navegar por sus dedos. No se resistió ni un momento a tan insinuante invitación. Lentamente se encaminó hacia el cuarto de baño y, sin dirigir una sola mirada al mundo que dejaba tras de sí, se encerró en él.
EL PROLONGADO SILENCIO DE LA CASA ALERTO A LOS VECINOS y a algunos familiares. Lidia fue la primera en aventurarse en el interior. Escaló la fachada y penetró por el balcón abierto de la habitación de Silvia. Un primer recorrido por las diversas estancias le confirmó lo que un intenso olor a muerte ya anunciaba. Los cadáveres de Aurelia y Gonzalo se descomponían en la cocina y bajo el goteo de la ducha. Intentó por todos los medios acceder al cuarto de baño de su amiga sin conseguirlo. Anonada por un espectáculo tan desolador como previsible, decidió avisar ala policía.
La casa se llenó de agentes que recorrían las habitaciones inspeccionando y sacando fotografías. Tras numerosos e infructuosos intentos, lograron forzar la puerta de la pieza central del edificio. Todos quedaron estupefactos al contemplar el espectáculo. Tuvieron que descender por una escalera de mármol hasta llegar al centro de la habitación. Desde allí se podía admirar en todo su esplendor las excepcionales dimensiones del lugar. La luz del atardecer penetraba por una bóveda acristalada envolviendo la estancia en una atmósfera sonrosada. La
altura de los techos permitía la distribución de los sanitarios en diversos niveles a los que se accedía por rampas y escalinatas labradas en distintos colores. Toda la superficie estaba recubierta con losas de múltiples tamaños formando agrupaciones concéntricas que, multiplicadas por el efecto de espejos estratégicamente distribuidos, creaban vertiginosas perspectivas. De lo alto de esbeltas columnas colgaban racimos de una vegetación espesa. Destacando entre la
porcelana y los alicatados abrían sus bocas humedecidas unas caprichosas griferías. Excavado en el suelo se abría un amplio foso en el que se distinguía una bañera llena de agua. Los intrusos comprobaron con gran sorpresa que allí no había nadie. Sólo un barquito de papel flotaba sobre el líquido inmóvil de la bañera. Silvia había desaparecido.
La policía dictó inmediatamente una orden de búsqueda y captura que nunca dió fruto alguno. El caso produjo una gran conmoción y durante varios días la prensa se hizo eco del doble crimen y de la misteriosa desaparición de la principal sospechosa. A las pocas semanas el asunto perdió actualidad y todos empezaron a olvidarlo. Lidia no tuvo ninguna noticia de su amiga, pero tampoco hizo ninguna indagación. Sin saber nada, lo adivinaba todo. Embarcada en un permeable navío de papel, Silvia se había hundido en el fondo de todas las aguas.
Todavía hoy Lidia la recuerda y, cuando revisa los bocetos que dibujó llevada por su entusiasmo descriptivo, la imagina sumergida en el espacio laberíntico y sorprendente de sus ficciones. Supone que, de vez en cuando, se asoma a la superficie, baila por las playas de Silenia y contempla el horizonte de ese país de ensueño, que no es más que el reverso del horizonte de este mundo de pesadilla. Silvia entonces recuerda sin rencor la existencia vivida al otro lado de esa línea nítida en donde se juntan el mar y el cielo y vuelve a sumergirse. Lidia está con-
vencida de que Silvia no regresará.
Relato de Antonio Altarriba editado en el catálogo de la exposición de Jose Ibarrola celebrada en la Sala de Exposiciones de la Fundación Caja Vital Kutxa de Vitoria en 1997