12 de Junio de 2015

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La performance del artista consistía en disfrazarse de león y rugir letanías apocalípticas en ingles,
pero acabó junto al banderín de corner de San Mames capitaneando altivo a la henchida hinchada.

29 mayo de 2015

jose-ibarrola-dibujo

Leo al buen tuntún las páginas abiertas de un libro. Me atrapa la historia que cuentan: Una tribu decide consultar al chamán cómo de crudo va a ser el invierno y cuándo llegará. El chamán les dice que, pese al buen tiempo actual, el invierno va a ser crudo y llegará pronto. Cuando los indios se van, el chamán –por si acaso- decide llamar anónimamente al centro meteorológico. Allí le dicen que efectivamente parece que va a ser un duro invierno. Los indios recogen leña. Pocos días después y dado que persiste el buen tiempo, le vuelven a pedir una predicción. El hechicero dice: Recoged más leña, que el invierno será frio. Los indios le hacen caso y siguen almacenando leña. Al cabo de un tiempo, hartos de acumular madera, los indios vuelven al chamán y le dicen: ¿estás seguro de tus augurios?. Si -les responde- no tengo la menor duda. Pero cuando se van, el chamán vuelve a preguntar al Instituto de Meteorología, ¿acaso no podrían equivocarse? Los meteorólogos le dicen que tal vez, pero que no lo creen puesto que han comprobado que los indios no hacen mas que acumular leña.

Mi propio currículum

 

El año en que yo nací, 1955, el Nóbel de la Paz quedó desierto. Me hubiera gustado formar parte de una línea directa de acontecimientos extremos, de nacimientos y defunciones en la que pudiera ocupar un lugar telúrico que los conectara y diera continuidad, una línea temporal que visualizara la cronología de los hechos, una línea espacial que fijara un nuevo mojón en las fronteras de la Historia pero, mis padres debían de estar ocupados volviendo rápidamente de Formentera para darme a luz en la casa de mis abuelos, en el pequeño planeta de Arabella. Venían de ser unos pobres románticos en una isla muy barata sin saber que habían estado siendo hippys. En el año que yo nací también nació la Rana Gustavo, que no está mal, pero no es exactamente un hilo curricular.

La primera década, siendo positivo, la pasé viajando, viviendo en lugares tan dispares como Dinamarca, Basauri, Córdoba, Paris o Burgos. Hijo de pintor, hijo de pintor de brocha gorda y de nurse a tiempo parcial, hijo de padres bohemios a salto de mata, hijo de clandestinos, hijo del Equipo 57, hijo de preso político, hijo de las circunstancias…

Más o menos asentado en Bilbao, la segunda década empieza entre sustos, miedos, otra vez la cárcel, solidaridad, mi hermano, madurez y aprendizaje. Es tiempo de militancias y descubrimientos.

En 1972, con más desfachatez que talento, participo en la Muestra de Artes Plásticas de Baracaldo. Es la primera vez que enseño algo en público de lo que empezaba a ser mi trabajo. Todavía no era, pero ya tenía claro que quería ser. Dos años más tarde un grupo de amigos formamos el Grupo Ikutze, un colectivo variado e interdisciplinar de artistas que pretendíamos agitar el oleaginoso pantano cultural en el que estábamos viviendo. Durante un par de años hicimos numerosas exposiciones y charlas por barrios y pueblos (Somorrostro, Bilbao, Erandio, Mondragón, Portugalete, Baracaldo…), hasta que de tanto remover conciencias colectivas nos removimos cada uno a nuestro sueño particular. Yo para despejarme, entre pintura y escultura, empiezo a hacer ilustración.

Y Maite.

En el 74, a mi padre y a mí, una exposición conjunta que pretendíamos hacer en la Galería Aritza de Bilbao, la policía -por orden gubernativa y porque sí- nos la prohibió. Un año más tarde, esta vez los Guerrilleros de Cristo Rey o algo parecido, nos quemaron el caserío- estudio que teníamos muy próximo al mar. Allí había crecido como artista, como persona y como náufrago. Así terminó mi segunda década. Claro que también ese año murió Franco.

1976 fue el año en el que expuse por primera vez individualmente. Comenzaba década y profesión. Fueron años interesantes, o sea difíciles, donde todos queríamos participar en todo y con todos y donde la palabra decepción aun no formaba parte del vocabulario común. Exposiciones y encuentros en Santander (Galería Trazos), Madrid (Galería Futuro o Museo de Arte Contemporáneo), Florencia, Museo de Dublín, Museo de Vitoria, Bilbao ( Aritza, Windsor, Museo de Bellas Artes), La Ciudadela de Pamplona,…Exposiciones individuales y colectivas que iba entremezclando cada vez más asiduamente con la ilustración, el cómic y la escenografía teatral. Después de varias incursiones en fanzines , publicaciones alternativas ( entonces prácticamente todo era alternativo) o revistas de todo tipo de pelaje como Euskadi Sioux, Doblón, Posible o Información , empecé a colaborar de una manera más sistemática en medios como La Gaceta del Norte y –posteriormente- Tribuna Vasca o en revistas más especializadas como Habekomic.

El final de esta década me coincide con una profunda crisis como pintor (ay, tan de manual). Yo, que había crecido entre artistas, que había estado -siendo niño mirón- mamando Arte de las ubres sintéticas de las vanguardias históricas, que me había criado en la modernidad y en la militancia, en el auto didactismo y en el auto cripticismo y en las lecciones apresuradas de borremos el pasado que el futuro es nuestro, me encuentro sentado en una banqueta ferial mendigando un poco de atención. Arteder 83, Feria de Arte Contemporáneo del País Vasco, supuso un punto de inflexión y de decepción en mi actividad profesional. Descubrí de golpe la enorme distancia que había entre lo que quería y lo que hacía, entre lo que sabía hacer y lo que quería hacer. La escenografía y la ilustración ocuparon una parte del vacío que dejaba mi descubrimiento y me condujeron -de paso- hacia la narración y por añadidura hacia la figuración; algo que iría incorporando lenta y progresivamente a mi manera de entender la pintura. Y eso que no eran buenos tiempos para la lírica.

Inauguré la siguiente década particular publicando mi primer álbum de Cómic titulado “Orfeo, Compañía Monteverdi”. Le seguirían otros tres libros más y numerosas historias cortas e ilustraciones, que a lo largo de varios años se irían publicando en diversas editoriales y en diversos países. Editorial Glenat (Francia), El País Semanal , Editoral SM, Editorial Ttartalo, HabeKomic, Ere Comprimee, Ikusager, Eura (Italia), Norma, Editorial Baroja, Pérgola, Texturas, Destino, Pamiela, Ediciones El Tilo, Gran Bilbao,…Es, también, por esas fechas cuando empiezo a colaborar con el diario El Correo con ilustraciones para sus páginas de Opinión, actividad en la que sigo disciplinada y apasionadamente, disfrutando del ejercicio que supone interpretar la realidad a través de una ventana, desde la que interrogo y propongo mi mirada.

El teatro es un baño de decisiones compartidas, una dosis necesaria de proximidad. Diseñar espacios habitables, sugerentes y practicables para que texto y actores desentrañen emociones ante un público cercano, a esas alturas, ya ocupaba una amplia parcela en mi trabajo creativo. Estaba en un tiempo vital en el que necesitaba sentir que mi trabajo cumplía una función más allá de la autocomplacencia ( qué poco moderno) y esto lo veía reflejado en aquellas facetas paralelas al mundo específico de la pintura o la escultura. Y además, mientras tanto, iba descubriendo mis propias obsesiones e indagando en la búsqueda de mi propio lenguaje. Compañías de Teatro como Akelarre, Geroa, Karraka, Maskarada, Markeliñe, Tarima, Dar- Dar, Salitre, Arteszena, Acción… me permitieron desarrollar una personalidad contrastada, precisamente, en un trabajo colectivo de fuertes imposiciones estéticas y narrativas. Es por las mismas razones por las que participo en varios proyectos televisivos o cinematográficos en mi faceta de escenógrafo o director artístico.

En esa década, tan solo hago una exposición de pintura en la Sala Vanguardia de Bilbao, en 1989. Como una isla en el camino. Estoy buscando, emergiendo de las profundidades de mis propias dudas y voy encontrando las preguntas interesantes que me acercan a las respuestas interesantes, pero muy poco a poco. La inspiración tiene que encontrarte trabajando, cierto, pero es tan tacaña.

Además tenía dos grandes y maravillosas certezas que necesitaba arropar y mimar, mis hijos Naiel y Martín.

En esta extraña cronología de décadas que empiezan en la mitad, la que comienza en el año 95, o sea, la de mi cuarentena, es –posiblemente- la que marca definitivamente los trazos, las rutas por las que seguiré transitando. En 1996, expongo en la Galería Aritza de Bilbao, la obra de esa nueva etapa que como pintor ya iba pergeñando, casi clandestinamente, desde hacía un tiempo. Un año después, en la Sala de la Fundación – Caja Vital de Vitoria, amplío y fijo mi nueva trayectoria. Pintura y escultura forman parte indisoluble de este Ave Fénix recién nacido.

Pero no abandono ninguna de las diferentes facetas que han ido construyendo mi múltiple personalidad. Tanto con el teatro como con la ilustración busco la necesaria complementariedad que ensamblen las caras poliédricas de mi expresión. Sigo ampliando la nómina de colaboraciones en uno u otro ámbito, e incluso desarrollo nuevos aspectos creativos vinculados al mundo del diseño o los eventos. Ya desde el año 1990, en el que diseñé el cerramiento de las obras del Metro de Bilbao en la Plaza Moyua, venía colaborando con empresas vinculadas a la comunicación como MBO con la que también hice el diseño del logotipo del Bulevar Barajas, AENA, o el diseño de la exposición “Tres Cantos”, Madrid. O RENFE con la que hice el diseño artístico de la inauguración de sus nuevas estaciones en Bilbao, o antes la instalación escultórica “ Las sombras del Guggenheim son de colores” en la Estación del Parque.

A las compañías teatrales o productoras con las que colaboro habitualmente se suman otras como Vaivén, Txalo, Tanttaka, Tentazioa, Premios Max, Traspasos, Ados Teatroa, Hortzmuga, K Producciones, Caja Madrid, Arriaga, …

A través de la empresa de comunicación Innevento, sigo participando, en estos últimos años, como creativo en numerosos eventos y diseños de actos. Es escenografía circunstancial, arte de encargo. Muchas precisiones, muchas acotaciones, muchas prisas, todo muy funcional y resolutivo, todo eficaz, todo excepcional, o sea, todo un reto. Actos como la inauguración del complejo Bahía de Bizkaia, Fiesta de El Correo, Gastech 2005, Das Baskenland in Berlin, Inauguración del Bec Convention, Agencia Europea,… son algunos de los trabajos en los que transito por esa línea imposible que une la estética con la mecánica, lo divino con lo humano, la velocidad con la emoción,…

En el fondo todo nutre a la experiencia, que es de la que me quiero alimentar.

La pintura, para mí, es un ejercicio de memoria, el mensaje epistolar de un naufrago, nuestro pecio interno. Por eso valoro tanto cuando sé que la botella ha llegado a la orilla. Y por eso expongo mis trabajos y lo hice en el Museo de Arte de Durango (Bizkaia), en la Galería Dasto (Oviedo), en la Galería Pintzel (Pamplona), Cardedeu (Cataluña), AB Galería d’Art (Granollers), Círculo de Bellas Artes ( Madrid), Biblioteca de Bidebarrieta (Bilbao), Vallgrassa-Parc Natural del Garraf. (Cataluña), Parco Nazionale delle Cinque Terre. MediterrArt. (Italia), Bari (Italia) o en Aritza (Bilbao).

Han ocurrido más cosas, claro, sigo cambiando de décadas y la Historia y sus historias siguen empapándome con sus olas cíclicas, con sus resacas y mareas. Siguen las actividades; libros como el que la editorial Elea me publica exquisitamente con una selección de mis ilustraciones, colaboraciones con diversos medios y personas o incursiones en nuevos espacios como la ópera. Siguen las exposiciones, siguen los compromisos, las colaboraciones con Fundaciones de Víctimas del Terrorismo, las respuestas y apuestas, siguen los proyectos y las dificultadas. Hasta me adentro en el Renacimiento, siguen los hallazgos que buscan una pregunta interesante, sigue el tiempo.

Sigo.

Jose Ibarrola

Apuntes del natural

 

Conversaciones con Jose Ibarrola.

Esta introducción a la obra de Jose Ibarrola está escrita a partir de la observación de su trabajo y de las conversaciones con él y con las personas que le han rodeado. Son breves apuntes del natural, momentos y lugares que han marcado su biografía y su obra.

Madrid, abril de 2013. Creo que voy a pintar el descendimiento de Van der Weyden

Burgos, abril de 1963. ¿Qué estás pintando Josetxu? Es un pájaro gigante. Es para sacar a aita de la cárcel.

Bilbao, mayo de 1967. Todo el universo cabe en el reflejo de una canica.

Gametxo, mayo de 1975. La pérdida del Paraíso

Bilbao, 1983. Mitos y Tabú

Las fronteras de Artrain, 1985. La piedra dormida

En el carro de Tespis desde 1980. ¿A dónde conduce esa escalera?

Bilbao, 1988. Correr fuera de la pista

Silenia, mayo de 1997. José Ibarrola mira y se apiada y describe la tierra devastada de su generación.

Oma-Bilbao 2000. Pinto también para cicatrizar las heridas que no quiero olvidar.

Verano de 2013. La madre de las musas es la memoria.

Madrid, abril de 2013.

Creo que voy a pintar el descendimiento de Van der Weyden, me dijo mientras conducía en dirección a Bilbao. Volvíamos de Madrid, se terminaba la Semana Santa de 2013 y pensé que el estado febril en el que ambos habíamos pasado los últimos días debido a una gripe inoportuna, era el que impulsaba semejante proyecto.

Cada vez que visitábamos El Prado, recorríamos las salas del Museo buscando la docena de cuadros que siempre volvíamos a ver. El descendimiento era uno de ellos. En esta ocasión, mientras mirábamos el cuadro, esa conmovedora representación teatralizada del dolor frente al hijo muerto, comentamos que los clásicos suelen tener razón, cuando lo bajan de la cruz, al lado del torturado, de la víctima, solo están la madre y cuatro amigos, aunque seas el hijo de Dios.

Al lado de las víctimas del terror iba a ocurrir lo mismo, el asesinado, el torturado siempre son una presencia incómoda. La sociedad quiere olvidar, sólo están los próximos, aquellos que han recibido directamente el daño, como si el dolor producido por el sufrimiento del hijo, del hermano, del amigo fuera una onda expansiva que daña un órgano interno, invisible al ojo humano, que no puede cicatrizar.

Abril de 1963

¿Qué estás pintando Josetxu? Es un pájaro gigante. Es para sacar a aita de la cárcel.

Unos ojos negros, una mirada, un niño que juega y observa, acentos distintos, idiomas distintos, pero las imágenes no tienen idioma, el movimiento, los gestos, las expresiones son iguales en sitios donde el sonido cambia. La adaptación a los cambios, los viajes. Los adultos que hablan mientras los niños juegan a su aire. Algunos niños no preguntan, algunos niños observan.

Casi había nacido en Formentera, donde sus padres según el Jose adulto habían sido unos románticos pobres en una isla muy barata, sin saber que habían estado siendo hippys. Desde el 2 de septiembre de 1955, día en el que nació en casa de su abuela en la ladera soleada de los montes que rodean Bilbao, su primera década fue bastante ajetreada. De París a Basauri, pasando por Córdoba o Dinamarca. De casa de los abuelos de Basauri: el aitite Jose y la amama Juliana y los tíos Josu y Miren, al Bilbao de la casa de Arabella, de los abuelos Josefa y Pedro, el marino. De la chambre de bonne en París a la estancia forzosa en la buhardilla de Burgos, mientras su padre estaba en la cárcel de aquella ciudad.

Cambio de idioma y costumbres, pero el niño se adapta. Josetxu juega en el jardín de las Tullerías donde otros niños juegan con veleros en el estanque, mientras él rebota piedras contra la superficie del agua, poniendo en peligro las frágiles embarcaciones. La piedra rebota cinco, seis, siete veces entre el escándalo de los adultos franceses que tachan de salvaje al niño que aprendió sus primeros juegos de la mano del tío Josu, que cuenta que no tenía miedo y le seguía en sus proezas deportivas sin vacilar. Con él aprendió los ritos iniciáticos de un mundo obrero que acababa de abandonar el caserío y la cultura del campo: a nadar, a disparar con chimbera, a pescar ranas, a coger peces con las manos…, un buen adiestramiento para aquel niño con vocación de náufrago, pero demasiado bárbaro para la politesse francesa. Cuando vuelve a casa de aitite y amama en Basauri, el patio de vecindad de la barriada obrera le servirá igual que le habían servido los jardines de las Tullerias. Los lugares son el soporte para las escenografías que su imaginación fabricaba desde muy pequeño. La estrecha canalización de las aguas pluviales del patio se convertía en un río turbulento, que tras soltar el agua retenida por presas de ramas y barro, arrastraban pequeños barcos de papel que se agitaban en un mar embravecido… El mayor tesoro una canica. Y también los iturris.

Siempre ha tenido una singular capacidad para reflejar la angustia sin dramatismos como si fuera una compañía cotidiana. Suele aparecer, a menudo, en la mirada de alguno de sus personajes.

La situación familiar reflejaba la historia de la resistencia al franquismo: las detenciones, la terrible BPS, los estados de excepción, el miedo, la angustia, la España triste que callaba, la resistencia clandestina, el optimismo histórico de aquellos comunistas vascos que imaginaban las masas que iban a cambiar la historia y peleaban por la utopía del paraíso en la Tierra. Tras la detención de su padre Agustín y del tío Josu, la cárcel de Burgos se convirtió en un paisaje tristemente cotidiano, pero también la solidaridad entre las mujeres, la presencia de la otra España, la que perdió la guerra, encarcelada, las visitas a la cárcel todas las semanas, sin contacto físico, siempre con una reja, un pasillo y un funcionario en medio, la mujer y el niño al otro lado

El frío de Burgos en invierno, marcó sus juegos en la calle y en el interior de la buhardilla en la que vive con su madre. Pero aprendió pronto que había otras situaciones peores, como la de la mujer enlutada que venía desde Andalucía, sólo una vez al año con el dinero que podía conseguir, para ver a su marido detrás de la reja.

Nestor Basterretxea me contó, a finales de los 70, cómo le habían impresionado los dibujos que Josetxu hacía con 6 años. Al parecer eran pájaros y moscas gigantes con extraños mecanismos para sacar a su padre de la cárcel de Burgos.

Bilbao, mayo de 1967.

Todo el universo cabe en el reflejo de una canica.

Las dictaduras tienen las mismas características que los mundos secundarios de Tolkien, sólo que en clave de pesadilla. Crean universos paralelos invisibles donde tienen lugar las torturas y las desapariciones mientras se mantiene la apariencia de normalidad. JUNOT DÍAZ

Los niños vivían en el ambiente de clandestinidad de los mayores. No se hablaba, aparentemente no pasaba nada. A veces escuchaban desde la cama, cuando los mayores creían que el niño dormía, las discusiones que no existían al día siguiente. Pero los niños detectan la tensión y la angustia. Un pequeño tic nervioso, que había comenzado cuando detuvieron a su padre, seguía ahí. El médico aseguraba que desaparecería cuando creciera. Quizá, Carlos Fuertes, el pediatra, estaba calculando a qué edad podía morir el dictador. En 1960 Franco llevaba más de 20 años en el poder y le quedaban quince para desaparecer, pero el optimismo de esa izquierda comunista repetía como un mantra que la lucha de las fuerzas del trabajo y de la cultura derrotaría la dictadura franquista y conquistaría la libertad. Lo cierto es que el tic desapareció cuando se consolidó la democracia en los años 80.

Lo que le sigue quedando es cierta prevención contra los uniformes y contra ciertos sonidos: el ruido del ascensor por la noche y la llamada insistente al timbre anunciaban la llegada de la policía para registrar la casa cuando su padre estaba detenido. Las historias sobre las torturas y la imposibilidad de hablar con los detenidos desarrollaron su actitud resistente frente a las fuerzas del orden.

A comienzos de mayo de 1967, Josetxu jugaba en su habitación abstraído en su mundo, como decían los adultos que le rodeaban. Alguien golpeó la puerta, se oyeron gritos, los intrusos entraron violentamente en la casa, desordenaron libros y armarios. Entre los papeles se llevaron reproducciones de los grabados de Goya por subversivos. Ante las protestas de su madre y su tía, todos acabaron en comisaría, su madre Mari Luz, su tía Miren, su hermano Irrintzi que era un bebé, su prima Idoia, que tenía 5 años, y Josetxu, que tenía once. Habían vuelto a detener a Agustín y al tío Josu para parar la Huelga de Bandas. Acababan de salir hacía poco más de un año de la cárcel dónde habían pasado más de cuatro años y sólo habían conseguido estar unos meses fuera. Josetxu estaba preparado para resistir, antes de salir de casa, camino de la comisaría, cogió sus armas: un cuaderno, un lápiz, los iturris y sus canicas, por si tenía que estar en la cárcel tantos años como aita y el tío.

Tras seis meses de paro general, la huelga quedó desconvocada el 20 de mayo de 1967. Los hermanos Ibarrola permanecieron más de dos años en prisión.

Los años 60 en España no eran como en Francia. La dictadura de Franco había cumplido 20 años y los que se oponían se enfrentan a las detenciones, a la policía política, al miedo y a la angustia. En ese contexto, la realidad golpeaba de repente, sin previo aviso. Desde que volvieron de París, su padre había estado más tiempo dentro que fuera de la cárcel. Frente a esa realidad había que estar preparado, no había que callar, había que resistir. Frente a la realidad tortuosa de la dictadura, el niño creaba mundos paralelos donde refugiarse. Josetxu escapaba de ese mundo que él sabía que existía pero del que no se podía hablar, mientras creaba sus paraísos de libertad y defensa frente a la angustia y el miedo.

Gametxo, mayo de 1975

La pérdida del Paraíso

Comenzó a leer a Julio Verne y a Salgari y el lugar ideal para escenificar sus aventuras era la playa de Anzorape. Sus padres habían alquilado un viejo caserío en Gametxo, sin agua, sin luz, sin servicios mínimos. En los próximos años se iba a convertir en su pequeño paraíso. Desde el cerrado encinar de San Pedro de Atxerre hasta la costa entre Laida y Laga se extendía el territorio libre, donde huía cada vez que en el caserío había demasiada gente o las tensiones entre los mayores aconsejaban una retirada a parajes más tranquilos.

            Pasase lo que pasase, el verano era un territorio de libertad del que no estaba dispuesto a renunciar y dentro de mi mundo infantil, la playa ocupaba la preferencia de todas mis patrias.

            Cuando me encaramaba a una roca o hacía un dique con la arena, yo ya sabía que mi destino era desear ser naufrago.

            Siempre acudía a un grupo de piedras que la marea baja dejaba al descubierto. Formaba mi pequeño archipiélago un conjunto lo suficientemente voluminoso de rocas y arena como para jugar a perderme en él. Los charcos que quedaban apresados entre las rocas reflejaban el cielo no siempre azul que me envolvía, poniendo un techo a mis sueños; las lapas, caracolillos, quisquillas, carramarros, anémonas o estrellas de mar eran mi fauna y los recovecos de las piedras mi cobijo. Como un pequeño Robinsón organizaba las tareas y objetivos que me permitirían sobrevivir en mi isla. Y jugaba, jugaba a ser naufrago. Aislado de los fantasmas que acechan a la tranquilidad infantil, construía con los restos de las mareas mi arquitectura emocional.

                   Jose Ibarrola. De memoria el mar.1998

Pero nunca se está preparado para que te destrocen tu pequeño paraíso. No ocurrió en la infancia sino en la juventud.  El primer aviso, en noviembre de 1974, fue la clausura por orden gubernativa de la exposición José y Agustín Ibarrola en la Galería Aritza de Bilbao. El segundo, la detención en comisaría cuando iba caminando tranquilamente por la calle. Lo detuvieron, según la policía, por la pinta de Jesucristo que llevaba y cuando revisaron su mochila encontraron hojas con firmas a favor de la amnistía, que los grupos de izquierda iban a entregar al cardenal Tarancón. Pasó dos noches en comisaría y le soltaron después de amenazarle y quitarle las hojas con las peticiones de amnistía.

El desastre ocurrió durante uno de los últimos estados de excepción, en mayo de 1975. Guardias civiles de paisano incendiaron el caserío estudio que la familia tenía en Gametxo. Agustín y Mari Luz estaban escondidos, como siempre que se declaraba un estado de excepción. Fuimos con el padre de un amigo, el que tenía el coche más lujoso, a ver qué había pasado. El espectáculo era desolador. Todo estaba destruido, los cuadros, los libros, los recuerdos…

La familia acababa de comprar el caserío de Oma y Jose iba a organizar su estudio en Gametxo. Las primeras obras construidas con maderas y restos encontrados en la playa se quemaron en el incendio. El caserío desapareció casi por completo. En su lugar se amontonaban las piedras, sólo quedaba en pie la chimenea y, entre los cascotes, un extraño hierro retorcido. Era su arpón de pesca submarina. Fuimos hasta el montículo desde donde se veía el mar, al fondo la isla de Izaro. No volvimos en muchos años.

Bilbao, 1983

MITOS Y TABÚ

Un náufrago es un espíritu asilvestrado y en aquellas épocas los estudios de Bellas Artes tenían como misión preparar profesores de dibujo o dar un barniz cultural a jóvenes ociosos, por lo que decidió que iba a ser autodidacta y comenzó su profesión, como ilustrador en prensa y como escenógrafo en el pujante movimiento teatral que se desarrolló en el País Vasco en los años 80.

En 1983, se organizó en la Feria de Muestras de Bilbao “Arteder 83”, una muestra artística en la que participaban galerías y artistas, donde cada uno, en su stand, mostraba sus obras, mientras la mayoría del público pedía prospectos como en las habituales ferias de maquinaria agrícola o industrial. ¿Qué estoy haciendo, para qué, para quién? ¿por qué, qué sentido tiene?… Fue su gran crisis.

A partir de aquí y vista su obra posterior, para él se rompió el tabú de que en el arte moderno no tiene cabida ni la figuración, ni la comunicación, ni el artista que narra.

Nació en una época de grandes ideologías, tanto en la Política como en el Arte. Y las grandes ideologías marcan siempre sus límites y su camino. En la política el objetivo final de derrotar a la dictadura y conseguir la libertad, estaba mezclado con la lealtad al partido y el sacrificio de aquellos comunistas como su padre Agustín y su tío Josu, que mantuvieron la dignidad y la llama de la oposición al franquismo. Mientras tanto, la mayoría callaba y mejoraba su situación profesional en los años de bonanza económica que se vivieron en el País Vasco en la década de los sesenta.

En el Arte las vanguardias históricas, haciendo honor al término castrense, impulsaban artistas militantes que negaban las otras opciones de forma beligerante estableciendo cuál era el arte significativo y cuál no. Las vanguardias en su intento por destruir el Arte anterior, establecieron su doctrina sin renunciar al Museo, a la Institución (a la Academia), que así se convirtió en la única que podía revalidar el Arte.

Con la incipiente democracia llegaron los nuevos aires de Europa y EE.UU. Entraron en tromba las corrientes artísticas de las últimas décadas, sin que los jóvenes artistas tuvieran tiempo para digerir los distintos procesos. Junto a las nuevas corrientes plásticas llegó también la época dorada del comic y Jose decidió abandonar la pintura y la escultura y volcarse en una disciplina que unía figuración y narración. Comenzó una etapa en la que la ilustración y la escenografía ocuparon el grueso de su actividad.

La crisis ideológica en política vino influida por su espíritu observador y reflexivo. No es un hombre de club, ni de partido, puede en él el espíritu del náufrago aunque nunca olvidará la lección aprendida en los duros años de la resistencia al franquismo, la solidaridad, el compromiso y la dignidad frente al poder o la intimidación.

Las fronteras de Artrain, 1985

La piedra dormida

            Una historia que contar, unas emociones que trasmitir y unas sensaciones para contagiar. Maneras de narrar, una fusión casi nuclear, un lenguaje universal, una mirada personal, una película de papel, el hombre orquesta, todo el color del mundo aunque sea en blanco y negro, una orgía de onomatopeyas, la planificación de un ingeniero, el saber que todo es posible, una novela animada y miles de kilómetros de líneas. Otros ojos que miran, una canción muda y una poesía escondida, viñetas desorientadas, bocadillos sin miga, manchas camufladas en rostros impasibles, biografías anónimas, risas y lágrimas enunciadas, elipsis a ras de piel y una forma de entender, preguntas sin respuestas, escuelas primarias para alumnos aventajados y hasta donde nos duela, una manera de decir.

            Algo de esto es el cómic. Jose Ibarrola

Desde hacía 10 años, había utilizado la ilustración y el comic en distintas publicaciones. En 1985, se editó el álbum La piedra dormida y se publicó semanalmente en el periódico El País.

En aquel tiempo coincidimos en la cafetería Iruña de Bilbao con Jorge Oteiza y su mujer Itziar, ambos muy simpáticos, hablaron del gran artista que era Josetxu, mientras Oteiza estaba empeñado en comprarle el título de su comic La piedra dormida, incluso le regaló un poema como anticipo. Cuando se fueron, Jose me dijo: de ella sí, pero de él no te fíes, es un encantador de serpientes…

Oteiza en aquellos años era un mito dentro del arte vasco, había introducido y era el precursor de las nuevas corrientes estéticas que se desarrollaron internacionalmente en los años cincuenta y sesenta. Jose, desde niño, había conocido el ambiente de los artistas, escritores y personajes de la cultura de aquellos años, tanto en el exilio de París como en el Bilbao y el Burgos de las últimas décadas del franquismo. Era un niño observador y veía las luces y sombras de aquellos que le rodeaban. Gotzone Etxebarria, directora de la galería Mikeldi, decía siempre con humor: a Josetxu, de pequeño, nunca sabíamos si tratarle de tú o de usted.

Lo cierto es que Blas de Otero era el tío mago que hacía juegos con cerrillas en París; Pepe Duarte, Juan Cuenca, Juan Serrano y Angel Duarte, los miembros del Equipo 57, eran los que le entretenían con sus juegos e historias, mientras desarrollaban teorías sobre el espacio plástico o conspiraban con Jorge Semprún. Gabriel Aresti era el amigo que se enfadaba con el mundo y hacía poemas sobre su padre y su tío encarcelados… Siempre los observó sin mitificarlos, viendo sus debilidades pero también sus grandezas. Ese aprendizaje explica en buena parte su actitud frente al arte y la cultura, su valoración de la obra artística no supeditada al prestigio efímero de la fama, al poder de las camarillas cortesanas o a la moda.

La pintura era un hecho natural, pintar era una actividad normal para él. A partir de los 18 años cuando decidió que se iba a dedicar a la actividad artística, tomó un camino marcado, en su inicio, por las vanguardias históricas. Pero, su inmersión desde la infancia en los círculos artísticos y políticos supuso una autentica vacuna contra el sectarismo, el maniqueísmo y las verdades absolutas. Supuso también un aprendizaje directo sobre la resistencia y la dignidad frente al totalitarismo y sobre todo la necesidad de no renunciar a la libertad individual.

En el carro de Tespis desde 1980

¿A dónde conduce esa escalera?

Desde el principio diversificó su actividad: pintura, escultura, ilustración, teatro… Su visión del mundo y la sociedad vino marcada por su trabajo en el campo de la Cultura, donde de forma natural tendemos a sumar, y fue en el Teatro donde encontró el estímulo del trabajo colectivo. Comenzó en 1980 y hasta hoy ha realizado más de 100 escenografías.

Reconoce que como pintor, escultor o ilustrador es dueño y señor de su territorio artístico, pero como escenógrafo necesita cotejar las ideas porque el teatro es una conjunción de disciplinas diversas. Se trabaja sumando ideas e inquietudes.

            La tradición del teatro en Occidente está muy centrada en la palabra. De hecho, Aristóteles en su “Poética” consideró el Drama como un elemento de la Poesía, con lo que fijó el uso de la Palabra como base central y fundamental de la Escena. Tal vez esta tradición hace que aún vinculemos lo Escrito o lo oral con conceptos como sinceridad y profundidad y por el contrario tengamos a la Imagen, a lo visual, como sinónimo de superficialidad e intrascendencia.

            En otras culturas, la africana o la oriental –por ejemplo- no sucede exactamente lo mismo y son la música, el movimiento, los personajes rituales, las danzas o las máscaras quienes constituyen el eje vertebrador de los espectáculos teatrales. Sin embargo, lo que si podemos decir es que en todas las culturas, el espacio escénico es el auténtico espacio ritual donde se produce eso que llamamos Teatro.

            Claro que desde el famoso Carro de Tespis en el siglo VI a. de C. hasta la actual realidad virtual, ese espacio se ha concretado de muchas maneras.

            Jose Ibarrola. 1997

Lo que más le gusta es ver habitados los espacios que diseña. Señala que son espacios para ser habitados no sólo por las personas sino también por las emociones. Para él, las escenografías son espacios por los que la emoción debe fluir sin encontrar obstáculos.

Bilbao, 1988.

Correr fuera de la pista

En 1988, publicó su último álbum de comic, Cuando canta la serpiente, con guion de Jon Juaristi y Mario Onaindía, una historia medieval de mitos y enfrentamientos, situada en la costa de Bizkaia, frente a la isla de Izaro. Jose Ibarrola, Jon Juaristi y Mario Onaindia desarrollaron una historia en la que aparece una maldición cainita que todavía hoy no se ha disipado.

En 1990, proyectó el cerramiento de las obras del metro, en la plaza Moyua de Bilbao, como una gran escenografía: una columnata áurea que enmarcaba una boca de metro y que se abría a un Universo veneciano de lunas, planetas y estrellas.

Retomó la pintura, habíamos comprado las ruinas de un caserío en Oma, pero como no teníamos dinero para reconstruirlo hicimos una cabaña de 15 metros cuadrados más porche. Pintaba al aire libre y cubría los lienzos con plásticos para protegerlos de la lluvia. Acababa de nacer nuestro hijo Naiel. Las grandes manchas de color y los firmes trazos con spray dibujaban una figuración casi fetal, subacuática, en la que de vez en cuando aparecían con extraña nitidez pequeñas canicas como gotas de agua, ojos brillantes o extrañas referencias de una arquitectura sumergida. Quizá era el viejo tesoro de la infancia, la esfera mágica en la que se imaginaban todos los universos posibles.

De nuevo volvieron los cuadros de gran formato. Su crisis había pasado pero le había dejado una idea clara: a partir de ese momento renunciaba a los tabús. Al final las grandes ideologías religiosas, políticas o artísticas siempre se acaban pareciendo, tienen sus profetas, sus sacerdotes y su propia Inquisición. Era consciente del precio que iba a tener que pagar. Iba hacer su camino desde la búsqueda y la soledad que todo proceso creativo lleva consigo.

Me dijo: sé que voy a correr fuera de la pista.

Mayo 1997

José Ibarrola mira y se apiada y describe la tierra devastada de su generación

Hay lugares puente, espacios donde es posible reordenar los elementos del mundo real, esos lugares suelen ser la base de una gran parte de la creación artística. La observación de los pequeños detalles de la vida cotidiana vuelve en su obra en forma de pequeños o sencillos objetos. Un barquito de papel, un paraguas, una concha u otros objetos sin aparente importancia se convierten en activadores de la memoria. Utilizando esos objetos compone imágenes que en ocasiones rememoran situaciones oníricas o surrealistas, pero que conectan emocionalmente con la persona que observa la obra.

En esta etapa, pinta un mundo de una plasticidad acuosa, de sombras y centauros, como metáforas de un inconsciente instintivo, en el que aprende a mirar las formas antiguas con ojos nuevos. Mira a los clásicos y aprende de ellos. Son sus maestros. Rinde homenaje a la luz de Rembrandt o a la atmósfera de Velázquez en el retrato ecuestre de Isabel de Francia, al atormentado Caravaggio o a la melancolía de Hopper.

En ese proceso de aprender a mirar, abandona el mundo sumergido y sube a la superficie donde la soledad se representa en femenino. Sus figuras parecen modernas sibilas que poseen la clave de un conocimiento secreto que requiere la soledad para poder ser asumido.

En 1992 había nacido nuestro segundo hijo, Martín, y habíamos reconstruido una parte del caserío de Oma. Por fin tenía un estudio en condiciones. Consiguió crear en este espacio una atmósfera especial. Quizá es la misma atmósfera que suele desarrollar en sus escenografías: un espacio para desarrollar la creación artística, un espacio donde la emoción fluya sin obstáculos.

En 1997 realizó, en la Fundación Caja Vital de Vitoria, una exposición titulada Silenia. Sobre los cuadros, esculturas e instalaciones de esa exposición Jon Juaristi escribió el poema “Molino de Oma”.

MOLINO DE OMA

Jose Ibarrola pinta y crea el mundo
a imagen de un siniestro carrusel,
pero hay mucha piedad en su mirada,
ya sea que adivine al fondo del paisaje
vermiculares laberintos,
conchas de numulitas o testuces
de ancestrales carneros, o quizás
centauros perseguidos por sirenas fabriles.

Dime, qué harías tu reñidor de tristezas,
con un capitel jónico gravitando en tu cuello,
atornillado
a tu caja craneal, sino esconderte
en el boscaje de la muchedumbre
(cada rostro que pasa
parece una hoja impávida que morirá en otoño).
Atribulados días conocimos
y tormentosas horas nos aguardan.

José Ibarrola guarda las esquirlas candentes
de un mundo que ha estallado;
granada furibunda, reventó en el silencio.
Fue su deflagración tan muda, tan discreta
como la de una rosa sangrienta cuando se abre
en el pliegue indeciso de la noche y el alba.

Yo agradezco al azar haber andado un trecho
junto al custodio de los tenaces signos
de nuestro apocalipsis, vestigios minerales
(faros, muros, cisternas, lagrimas congeladas)
de una historia insensata que el tiempo va tachando
precipitadamente,
como disgrega el río en la hondonada umbría
la piedra de esta aceña tres veces centenaria,
antes de ser borrado el mismo en el torcal.

José Ibarrola mira y se apiada y describe
la tierra devastada de mi generación

Jon Juaristi           Mayo 1997

Oma-Bilbao 2000.

Pinto también para cicatrizar las heridas que no quiero olvidar.

Es fundamentalmente pintor, pero no se limita a ver el mundo como un lienzo plano. Desde sus trabajos en el campo de la escenografía, ha ido incorporando una visión tridimensional a través de sus instalaciones, que completan lo sugerido en las pinturas.

Temáticamente, hay dos líneas que constantemente se van entremezclando en su última producción pictórica. Una que nos acerca al mundo de la memoria, al espejo de los recuerdos y al reencuentro con las miradas casi olvidadas, y otra que interroga al presente. Una con playas de infancia, solitarias y desnudas para juegos de náufrago, testigo impasible de sueños recién adquiridos y otra agitada que merodea los pliegues de la desesperanza. Una que bucea en el mar profundo o que busca en cada ola una señal para encontrar el norte y otra que rastrea la huella de las cosas ocultas. Una y otra al filo de la nostalgia, en la línea del horizonte.

 

El horizonte es una convención que nos permite afrontar con cierta

       tranquilidad el desasosiego del vacío. Una ficción que inventamos para no  

     cegarnos con su inmensidad .Es una línea que atraviesa nuestra mirada, que diluye  

     nuestro sentido de la medida. Una línea horizontal que divide el espacio en dos y  

     nos invita a seguir su recorrido, a explorar sus límites; es el territorio fronterizo de

     la ensoñación.

El horizonte es allí donde transcurre lo inalcanzable.

                                                    José Ibarrola, 2010

 

El siglo XXI comenzó, para él, con los ataques terroristas al caserío de sus padres en Oma y con los destrozos en El bosque pintado. Agustín Ibarrola, que fue una de las figuras claves en la lucha por la libertad en los años duros del franquismo, se había convertido en objetivo de los ataques de ETA. En mayo del 2000, ETA asesinó a Jose Luis Lopez de La calle, periodista y amigo de la familia, encarcelado, en los años 60, en la prisión de Avila con el tío Josu. La imagen del asesinado, tirado en la calle protegido por un paraguas abierto, remueve sus viejos temores. Los ataques al bosque pintado y las amenazas de muerte continuaron y su padre tuvo que aceptar la protección continua de dos escoltas para proteger su vida.

A veces una imagen nos atrapa como una tela de araña. Su presencia nos acompaña imperceptible en el laberinto de nuestros recuerdos. Y un día, sin previo aviso, reclama su protagonismo. Es un curioso mecanismo que siempre me sorprende. Parece como si los recuerdos necesitaran de una lenta maceración antes de tener su propia entidad y solo entonces, digeridos con el suficiente tiempo, pueden ejercer su función específica en nuestra memoria.

Un hecho: una imagen real de un amigo real. Es la imagen de un hombre y su paraguas que quedaron juntos, huérfanos, en el límite de un charco rojo y espeso. El paraguas abierto en el suelo y balanceándose a merced de un viento implacable, presagia la ausencia definitiva de quien yace junto a él. Mira con su cara redonda y señala con su único dedo a todos aquellos que se atreven a mirar. Y parece que las gotas resbalan por su tela como lágrimas.

         Y yo un día, más tarde, pinto un paraguas abierto junto a una silla vacía para hablar de esa ausencia. Descubro que es una metáfora y un homenaje.

Jose Ibarrola. 2000

Verano de 2013

La madre de las musas es la memoria.

Me gusta como el azar interviene sobre los objetos encontrados. De hecho me gusta el papel del azar, por eso soy expresionista en la manera de pintar. Uso pinceles industriales, me gusta que se note el gesto del brazo, el trazo aleatorio… También empleo trapos, froto lo pintado hasta que sólo queda la huella. Trabajo sobre capas (como si fueran texturas sonoras) hasta conseguir lo que quiero. Me gusta menos la manera de pintar de los flamencos, o de los hiperrealistas, con pequeñas pinceladas, como si pintaran pixel a pixel.  

                                   Jose Ibarrola 2014

La nueva etapa comenzó en abril de 2013, en ese instante en el que miraba el cuadro, tantas veces observado, del descendimiento de Van der Weyden. Decidió pintarlo. Llevaba tiempo intentando fusionar escultura y pintura, disciplinas que en los últimos años avanzaban en caminos paralelos dentro de su obra.

La escultura marcó el comienzo de su actividad artística. Las primeras obras realizadas con maderas y restos encontrados en la playa fueron destruidas en el incendio del caserío-estudio de Gametxo, provocado por grupos de extrema derecha durante el estado de excepción de mayo de 1975. Eran los últimos coletazos del franquismo y tenía 20 años. Decidió hacer borrón y cuenta nueva, no iba a reproducir las obras quemadas en el incendio sino que se centraría en la pintura. Posteriormente, en la mayoría de sus exposiciones ha creado instalaciones a partir de elementos pintados en sus cuadros: centauras, bañistas, barquitos de papel, paraguas… En 2003 una exposición titulada Exlibris marcó el comienzo de la utilización de libros, mezclados con materiales diversos, como materia prima de sus esculturas. Diez años después, inicia un proceso inverso en la relación que mantiene entre la escultura y la pintura. Su mundo escultórico entra en sus cuadros.

La selección de “objetos encontrados o reciclados” responde a una elección estética, que tiene en cuenta la huella dejada por el tiempo, el azar y los elementos naturales. De hecho, desde los readymade de Duchamp hasta los objetos surrealistas o las esculturas del Arte povera, la derivación y las relaciones entre significante y significado han llenado los análisis sobre el arte contemporáneo.

Su experiencia estética mezcla la reflexión, la intuición y el azar en una búsqueda constante. Si se cambia la función del objeto, el objeto –modelado por el tiempo, el azar y la mano o la intención del artista– se convierte en la materia prima de sus esculturas, aunque sin perder el eco del objeto que fue. Así la antigua función destiñe la nueva escultura. El libro forma el esqueleto de “Ella” o de “Él”, y nos advierte que somos genética pero también cultura. La carga simbólica que el libro como objeto ha ido adquiriendo a lo largo de la Historia acaba sumándose a la nueva obra creada mediante la manipulación de su forma. De la misma manera cuando construye obras con boyas encontradas en la playa o viejos paraguas encuentra una sorpresa escondida en la rutina de mirar.

Los objetos, los que nos rodean y con los que convivimos, resulta que no son inmutables, resulta que varían según los relacionamos entre ellos y con nosotros, o mejor, con la memoria que tenemos de ellos y de nosotros. Actuamos constantemente en función de esas relaciones. Objetos cotidianos que de tanto ser usados, pierden cualquier significado más allá de su función, de repente se convierten en elementos extraños cargados de nuevas lecturas. Un paraguas, por ejemplo, o un barquito de papel, filtrados por la mirada de nuestra memoria desarrollan una personalidad singular que acabamos incorporando a nuestro patrimonio emocional. Dejan de ser un lugar común para convertirse en un símbolo personal. Y a veces nos inquietan. Como las personas y sus entornos, o mejor dicho, como los encuentros y desencuentros de los individuos, de sus emociones, de sus paisajes y de sus miradas.   José Ibarrola La inquietud de las cosas 2007

A la lista de categorías en la exposición Surrealista de Objetos de 1936, donde se había desarrollado toda una subclasificación entre objetos encontrados (found objects), preparados (ready-made), perturbados (perturbed), matemáticos, naturales, naturales interpretados, naturales incorporados, oceánicos, estadounidenses y surrealistas, los de Jose Ibarrola podrían calificarse como objetos intermareales. Se puede decir que la escultura viene de su obsesión por los pecios, por los restos que trae la marea.

Construidas con diversos materiales, muchos de ellos reciclados, mis obras escultóricas no son monumentos épicos. Posiblemente no me interesa lo suficiente el vacío de sus huecos o la precisión de su geometría, pero sí su capacidad de contar y de emocionar. Vienen de los tiempos en los que el juego con los objetos encontrados en la playa era el aprendizaje para manipular el espacio, para trascender el paisaje y el tiempo. Por eso no las concibo como piezas aisladas en sí mismas, sino como parte de un universo que reconstruye parcelas de un tiempo que aún recuerdo.

José Ibarrola. La inquietud de las cosas. 2007

Es un artista autodidacta que aprendió mirando a los clásicos. Ha tenido siempre presente que la madre de las musas es la memoria, de hecho, aunque el Arte utiliza muchas veces la ruptura con el pasado, también vuelve a ese pasado para inspirarse en él. Esa tendencia humana recuerda que somos también memoria, que necesitamos mirar las formas viejas con ojos nuevos para encontrar nuevos caminos, para saber a dónde vamos, reconociendo de dónde venimos. De esta manera, su mirada sobre el hecho de pintar es una reflexión, desde la actualidad, sobre qué es el individuo en este tiempo y cuál es el papel del Arte y del artista.

Estamos en un momento de barullo mediático en el terreno del Arte: modas, banalidad superficialidad, pensamiento líquido, y la alianza de los medios de comunicación y el mercado, convertidos en la nueva Academia, que sancionan qué es Arte, condenando al ostracismo aquello que no les interesa. En este contexto, Jose reflexiona sobre el papel del artista en la sociedad contemporánea. No es un pintor autista, encerrado en su torre de marfil, sino que reflexiona sobre la responsabilidad y el compromiso del autor, sobre qué hace y para qué.

Mira el Renacimiento, no como un crítico, ni como un historiador o un espectador, sino como un artista. Revisa las obras y recoge el mensaje de algunas de ellas, como si los pintores del Cuatroccento hubieran lanzado al Océano del Tiempo una botella, que sería recogida quinientos años después por un autor con vocación de náufrago que al leer el mensaje decidiera compartirlo con los demás. De este modo, reinterpreta temas con una carga icónica muy fuerte, los mira con ojos nuevos.

A diferencia de los apropiacionistas, que imponen una mirada agresiva y a veces paródica de la obra, la serie es un homenaje a un tiempo y a unas personas que ayudaron a cambiar la percepción de la Historia y del Arte. Constituye un estudio donde entra en juego no solo la composición, el ritmo, los colores, el movimiento o la nueva percepción de los temas, sino la manera misma de relacionarse con su propio entorno. Si hasta ese momento el Arte estaba sometido a la férrea disciplina de la Edad Media, la mirada cuatrocentista refleja como en un espejo el inicio de un camino más libre en el que el artista se reconoce a sí mismo.

Sostiene que las épocas que ya han dejado huella son un camino andado pero por el que se puede volver a transitar. Refleja las palabras de Hans Georg Gadamer: un tema queda adormecido en el momento que deja de ser interpretad, sólo cuando alguien se dirige a él sigue funcionando. De este modo, el eterno eco de las preguntas clave sigue generando nuevas respuestas. Jose refleja cómo el paso del tiempo despoja los elementos anecdóticos de cada época, mientras mantiene esa esencia que perdura a través de los siglos. No habla de la pasión de Cristo o la bondad de los ángeles, sino del dolor, la soledad y el abandono del hombre torturado y asesinado. No pinta la diosa Venus, sino los destellos de armonía y equilibrio que fraguaron el concepto clásico de belleza…

Así, el significado concreto de los símbolos de una época, destilados por el tiempo y la visión de un artista contemporáneo, cambia y se amplía en un juego de representaciones que construyen sobre la interpretación histórica una reflexión despojada de las connotaciones míticas o religiosas. En ese proceso se trasluce el papel metafórico de los antiguos símbolos, ya que la nueva visión recoge en la obra de origen emociones que trascienden épocas y lugares diferentes.

En este diálogo con el pasado, la cultura aparece como la suma de tiempos y lugares distintos que convergen en un mismo plano. El resultado aporta una nueva visión, cargada a veces de misterio y en ocasiones de ironía, que supone también una reflexión estética sobre el propio trabajo del artista.

2003-Para texto Maite

Maite Nájera Burón.
Bilbao. Noviembre de 2014

Hombre caminando sobre el mar (óleo sobre lienzo)

 

De vez en cuando moja el pincel en
una taza de cobre y esboza sobre la tela
unos cuantos trazos ligeros.
(…)
Agua. En la taza de cobre no hay más
que agua. Y en la tela, nada. Nada
que se pueda
ver. (…) «agua de mar,
este hombre pinta el mar con agua de
mar.»

Océano Mar,

ALESSANDRO BARICCO

He vuelto a soñar con barcos. Desde entonces ya sólo sueño con barcos. Barcos de papel.

             Aquel hombre entró en aquella estación de metro para resguardarse de la lluvia. Nunca llevaba paraguas, aun cuando llovía mucho en aquella ciudad: era la ciudad de la lluvia. A pesar de no llevar paraguas, siempre conseguía que el agua no le mojase.

La puerta metálica de la boca del metro estaba a medio cerrar. Entró. Esperaría a que la lluvia cesase. La puerta era pesada y le resultaba difícil manejarla. Sin saber cómo, la cerró. Un chasquido. Cerrada. Era torpe, a menudo se encontraba en situaciones embarazosas. Por suerte, no había nadie que fuera testigo de su torpeza. Era de noche. La estación estaba vacía, ya había pasado el último de los trenes. Por desgracia, no había nadie a quien pedir ayuda. Controló los nervios y se resignó a su situación, una vez comprobó que no sabía ni podía abrir la puerta.

Caminó por el pasillo en dirección al andén. La estación estaba a oscuras. El suelo manchado de huellas de un negro acuoso y de charcos; y se oía el sonido constante y metálico de gotas que caen, lentamente, al agua.

Era otro mundo bajo la ciudad, subterráneo, oscuro, pero no por ello menos real. Quizá fuera el verdadero mundo.

Metió el billete en la ranura y las puertas se abrieron para recibirle. Un viaje menos por hacer. Un viaje más que empieza. No se le ocurrió saltar la barrera.

Mientras caminaba, logró definir un pensamiento que le rondaba desde que entró en la estación. El silencio. Le recordaba a algo, no sabía qué. Entonces lo supo. Al mar. Era un silencio marino, insondable, sólo interrumpido por la música rítmica de las gotas.

Llegó al andén. Era pequeño, al igual que aquel otro, opuesto, al que se enfrentaba. Era una estación pequeña: donde descansaban las vías no era más que un nicho estrecho, costaba creer que los trenes de uno y otro lado no se rozasen al coincidir. Pero lo sorprendente no era eso. Era el agua.

Las vías estaban inundadas. El agua llegaba hasta el borde mismo de los andenes, como orillas de un estrecho. Las aguas quietas favorecían al lugar el olor a la vez fresco y podrido de los puertos de mar.

La estación apenas estaba iluminada por unas débiles luces cuyo fulgor eléctrico reverberaba en las paredes y en el agua y en el techo, proyectando figuras sinuosas y danzantes, de un brillo hipnótico.

Reinaba la atmósfera extraterrestre y sombría de un búnker en tiempos de guerra. Debía de haberse producido un apagón en la estación a causa de la inundación.

Caminó por el andén contemplando con detenimiento cada rincón, atraído por la atmósfera irreal del lugar. Paseaba su vista por el andén opuesto, la otra orilla, cuando distinguió algo, un bulto, un cuerpo. Se asustó, ahogó un grito. Empezó a ver mejor, a distinguir. Era una mujer. Era ella.

                                         Como todas las mañanas, como todos los días, he pensado en ella. Los barcos de mis sueños me recuerdan a ella. Me la traen de vuelta. Sirena.

Vestía no más que un vestido largo, ceñido, con mangas hasta los puños. Un vestido de un azul profundo.

                                  Azul.

                                          La intuía, más que verla, en esa semiluz. Parecía tener unas facciones mediterráneas, pero no podía asegurarlo. El pelo de color negro. O puede que ser que sólo viera oscuridad.

Estaba sentada en el suelo, la espalda contra la pared, los brazos rodeando las piernas. A su lado, un banco con un abrigo. En el suelo un paraguas abierto.

Miraba al frente, a él.

—¿Está bien? —preguntó el hombre.

—Sí —dijo ella.

—Es que está usted aquí sola… en esta estación vacía

—¿Y usted está bien? –preguntó ella—. Porque también está solo en una estación vacía.

Él se quedó desconcertado unos segundos. Después sonrió.

                                                                                               Sonreí.

                                                                                                            —He entrado para resguardarme de la lluvia. Llueve a mares ahí fuera.

                                                                                   «Llueve a mares», dije.

                                                                                                                         —Pero no está mojado —dijo ella—. Y no veo que lleve paraguas.

—No, nunca llevo. Debería. Llueve tanto en esta ciudad… Nunca reparo en el paraguas: la lluvia me sorprende siempre sin él. Creo que nunca lo he utilizado, no me hace falta. Tengo la capacidad de evitar la lluvia, de encontrar siempre un lugar en el que resguardarme. Y nunca me mojo. Pero después de esta noche usaré paraguas, para no quedarme encerrado en más estaciones vacías –sonrió, y a su sonrisa le siguió un silencio, que interrumpió—. Tú tienes paraguas.

                                                                  Le hablé de tú sin querer, sin darme cuenta. Fui yo. En ese preciso momento.

                                                           —Sí —dijo ella.

Silencio.

Y el hombre pregunta lo que desde el principio ha querido preguntar:

—¿Y tú? ¿Cómo que estás aquí?      

La mujer respiró y, al hacerlo, se incorporó levemente. Y dijo:

—El mar. Vine a encontrarme con él. A conocer el mar.

                                                                                         «El mar», dijo.

                                                                                                                     —¿El mar? —repitió el hombre.

—Sí, el mar. Mi padre hablaba siempre del mar. Era farero, y siempre hablaba del mar de esta tierra. Siempre. Acabó tierra adentro y vivió toda su vida en una ciudad seca con un río seco. Echaba de menos el mar. Pero nunca me llevó a verlo. Decía que le haría daño, que sería doloroso. Nunca lo entendí. Hasta hoy —la mujer se quedó callada y con ella enmudeció el lugar. Silencio. Pasados unos instantes volvió a hablar—. Pero yo quería venir, conocerlo, verlo. Así que me puse mi mejor vestido (no sé por qué me lo puse, sólo lo hice), y vine. Y no pensé en nada más. Ni siquiera tengo dinero para una pensión. No me di cuenta de ello hasta esta tarde. Así que pensaba pasar la noche aquí. Sola.

Nuevo silencio. Hasta que:

—¿Viste el mar? —pregunta él.

—Sí, pero lo que vi no era el mar. Era otra cosa. Participaba del mar, era parte del mar, pero no era el mar. El mar es más grande y poderoso. Eso no era el mar del que yo oí hablar a mi padre.

El hombre estaba fascinado, intrigado. Dijo, sin saber muy bien lo que decía:

—Quizá no busques el mar. Quizá busques otra cosa.

—Sí, ahora lo sé. El mar que buscaba, que busco, no existe.

El hombre, tras un silencio extraño, dijo una frase inspirada (e inspiradora):

—Encontrarás el mar que buscas. Cada persona tiene su mar.

Ella le miró con fijeza:

—¿Tú encontraste tu mar?

Él no dijo nada, porque no sabía qué decir.

Silencio. Largo.

Él pasea por el andén, pasos pequeños, repetitivos, apenas unos pocos metros.

Ella pregunta:

—¿A dónde te dirigías hasta que llovió y te metiste aquí?

—A mi casa. Venía de la inauguración de una exposición.

—¿Te gusta el arte?

—Sí, estoy estudiando Bellas Artes.

—¿Eres pintor?

—Me gustaría, pero no estoy seguro de serlo.

—¿Y qué pintas, cuál es tu estilo?

—Abstracción.

—¿Arte abstracto?

—Sí.

—Yo no entiendo el arte abstracto.

—Yo tampoco —ríe—. Pero no sé hacer otra cosa. No sé dibujar.

Ella sonríe.

Un silencio. Y ella:

—¿Tú podrías pintar el mar?

—¿Tu mar?

—Cualquier mar.

—No sé, quizá. Con una línea recta como horizonte y varios tonos de azul, o sólo dos: para el cielo y el agua. Podría hacer un mar abstracto. Pero no sería el mar, sería mi visión del mar.

—Una línea que divide dos azules… —susurró ella mientras dibujaba con el índice una línea delante de sus ojos, lentamente, y era como si partiera su mirada en dos, como si pintara ese mar ante ella—. Has encontrado tu mar.

—Sí, es verdad, dijo él.

Silencio.

—Me acuerdo mucho de mi padre— dijo ella de pronto—. He venido aquí por él. Tenía una honestidad de marinero, esa nobleza. Y el mar, siempre el mar. No pensaba en otra cosa. El mar era parte de nuestra familia. Era un nostálgico del mar. El mar era su vida. He heredado esa melancolía portuaria, tan suya. Hasta mi nombre se lo debo al mar. ¿Sabes cómo me llamo?

—¿Mar? —dijo él.

Ella rió:

—No, pero podría haber sido.

—No sé.

—Sirena. Me llamo Sirena.

                                          Sirena. Su nombre. Sirena.

                                                                                        —Es un nombre bonito.

—Sí, me gusta. Pero no deja de ser irónico: soy una sirena sin mar.

La mujer (Sirena) calló, pero al cabo de unos segundos susurró, como una brisa: “El mar…” y su voz se apagó lentamente y su cara adquirió la expresión íntima y ausente de quien mira el oleaje, las olas.

Sin dejar de mirar a ninguna parte, la mujer llamada Sirena dijo:

-Recuerdo que mi padre solía hacer barquitos de papel que luego me regalaba. Le relajaba la papiroflexia. Con el tiempo la casa se llenó de barquitos. Barquitos por todas partes. De papel. Nunca supe hacerlos.

El hombre la miró fijamente, pensativo, y dijo:

—Yo sé hacer barcos. Barcos de papel.

                                                                  Le dije que sabía hacer barcos de papel. Y los hice.

     El hombre se sentó en el suelo, en la orilla. De su bolsa bandolera sacó un cuaderno de esbozos. Arrancó una hoja. La dobló en varios pliegues con movimientos lentos pero precisos. Y de repente. Un barco. De papel.

Se inclinó hacia las vías inundadas. Posó el barco en el agua. Sopló.

                                                                                                             Soplé.

                                                                                                                           Y el barco se movió.

                 Se movió.

                                  Y, con gran lentitud, alcanzó la otra orilla.

Sirena cogió el barco y los sostuvo entre sus manos. Lo contemplaba absorta, como si no existiera nada más que el barco y ella. Como si sólo existiera el barco. El hombre creyó ver el brillo de una lágrima, pero no podía asegurarlo.

Arrancó otra hoja, y otra más, y otra. Muchas hojas. E hizo muchos barcos, de diferentes tamaños. Y soplaba.

Barcos de papel en un mar fortuito, estelas a su paso. Y luego. Barcos de papel inmóviles.

Silencio.

El hombre dice:

—Había olvidado que sabía hacerlos. Mi padre me enseñó. Ya no me acordaba.

—Los barcos me trajeron recuerdos a mí también. Recuerdos felices. He sido feliz al recordarlos, porque eran felices. Era como si los volviera a vivir. Pero ahora me siento un poco triste. Triste porque los recuerdos eran felices y no estoy allí. Es triste recordar que una vez se fue feliz.

Sirena le miraba.

Me miraba. No veía bien sus ojos, pero sabía que me miraba. Recuerdo la manera en que lo hacía.

                       Sin dejar de mirarle, metió el pie descalzo en el agua. El derecho. Lentamente. Primero la punta de los dedos, luego el empeine, el talón, el tobillo. Las mujeres del harén que Ingres pintó en “El baño turco” debían de meter el pie en el agua igual que lo hacía ella. Sirena. Al pie le siguió la pierna y luego la otra pierna. La izquierda. Se deslizaba despacio, dejando que el agua le cubriera poco a poco, hasta el cuello.

Caminó hacia él, a través de los barcos, por el agua. Llegó hasta su andén, su orilla, donde él se arrodillaba. Le miró a los ojos. Él miró los suyos. Negros. Era ligeramente estrábica. Lejos de afearla, ese defecto le otorgaba una belleza extraña, perturbadora. Sonreía con una sonrisa leve. Incitante.

                                                                               Me metí en el agua. Con ella. ¿Por qué lo hice? Quizá porque siempre quise que me lo ofrecieran, siempre quise una mujer como ella. Quise esos ojos, esa mirada. Ese azul. Quise ese momento. La quise a ella.

Me quité el abrigo y me metí en el agua. Estaba fría.

Las luces submarinas, remanentes de un bombardeo (abisales, bélicas), lanzaban sus brillos al agua proyectando jirones de luz en el techo curvo, semejantes a desgarrados cardúmenes compuestos de diminutos, argentado peces, como navajas esquivas.

Se acercó a ella. Sentía la ropa pegada al cuerpo, la camisa. Se paró delante de ella, un momento, quieto. Ella dijo:

—Veo el mar en tus ojos.

Él le apartó un echón de la cara con el índice. Y la besó.

                                                                                           La besé.

                                                                                                         Se hundieron en el agua. Se besaban. Bajo el agua.

Sirena se desligó de sus manos y nadó, al interior del túnel. Se giró para mirarle, incitante, a través del agua. Él la siguió. La alcanzó. La atrajo hacia él. La besó.

Nadaron. Se persiguieron. Se besaron. Entonos los mares. En todos los océanos. Allí.

En el interior del túnel, subieron a respirar. Y ella volvió a decir:

—Veo el mar en tus ojos.

Y le besó.

Agua. Besos.

Exhaustos, volvieron a tierra. A la orilla de Sirena.

En el andén, empapados, abrazados. Ella apoya su cabeza en el pecho de él, que pega la espalda a la pared. Sus respiraciones se acompañan, acompasadas, trémulas de frío.

Él se duerme. Y sueña con barcos. Barcos de papel.

*

Le despiertan unas voces. Ojos que le miran, desde arriba. Dos hombres. Policía del subterráneo. Le preguntan qué hace ahí, si está bien. Él mira alrededor, confuso. Sirena no está.

—Sirena —dice.

Una de las voces dice algo de un borracho.

Él se pone en pie, torpe. Camina por el andén. Unos pasos. Se acerca a las vías. Y ve.

Flotando. El paraguas abierto. Y los barcos en el fondo. Hundidos.

*

                                                                                                            El vagón traqueteaba meciendo su carga de reses humanas. La mañana de un día laborable. Multitudes en el metro, de camino a sus quehaceres. En ese vagón viajo yo, de vuelta a mis rutinas, tras unos días que no quise ir, viajar en metro.

Estaba atrapado entre cuerpos verticales, sin poder moverme a penas. El aire viciado, reconcentrado de humores, me hacía sudar. Me dirigía a mis estudios de Bellas Artes.

El tren paró. Pitido. Las puertas se abrieron. Salió mucha gente, entre empujones. Entró mucha gente, entre empujones. Cuando las puertas se cerraban, una chica que estaba sentada se levantó de pronto y corrió, deslizándose entre las puertas. Parecía contrariada.

El tren siguió su marcha. La próxima estación se reabría al público ese mismo día, después de una inundación que obligó a cerrarla. Yo sabía que ese día sería abierta de nievo. Conocía esa estación, Había pasado una noche en ella. Quería volver a verla, pero no tenía intención de bajarme, mi parada era otra.

Durante el recorrido, me fijé en el túnel. Ese túnel por el que había nadado. Era sucio y gris. Entre las vías, por los recovecos, vi dos ratas. Grandes y asquerosas. Sentí una desilusión. No sé qué otra cosa esperaba encontrar.

El tren se acercaba a la estación, se vislumbraba a lo lejos un círculo de luz. Cuando ya había entrando hasta la mitad de la estación frenó bruscamente. Varios pasajeros perdieron el equilibrio y cayeron, unos sobre otros.

El tren estaba parado. Veíamos a los que esperaban en los andenes, sobresaltados, corriendo a un lado, donde la cabecera del tren, o simplemente mirando hacia allí. Nos miraban a los que estábamos dentro del tren, como queriendo decir. El tren estuvo parado mucho tiempo. La gente del interior del vagón se asomaba, hablaba, se quejaba. Un murmullo de voces, un zumbido persistente.

De vez en cuando se veían policías corriendo de un lado a otro del andén. Después, algunos se apostaron frente a la multitud, indicándole con los brazos que caminara.

Al fin, los altavoces. Un atropello. Alguien se había lanzado a las vías, al parecer. Un nuevo murmullo consternado recorrió el vagón, que había escuchado en silencio.

Pasados unos cuantos minutos el tren avanzó hasta el final de la estación. Nos dejaría salir y volvería vacío, deshaciendo el trayecto. Abrieron las puertas. La multitud salió. Y yo con ella.

El enjambre humano se arracimaba en un punto concreto del andén, contenido por dos policías. Alargaban los cuellos, se ponían de puntillas, desviaban la mirada. Para ver. Parece ser que el cuerpo había sido desplazado para que el tren pudiera avanzar.

Caminé detrás de la muchedumbre agolpada. También yo levanté la cabeza. Quería ver. Pero no vi nada. Desistí y seguí caminando, pero me detuve.

Justo detrás de la multitud, ignorante de ella, en el suelo, junto a la pared. Un barco de papel.

Me agaché y me que quedé mirándolo. Creía que todos los barcos se habían hundido. Pero allí estaba, superviviente de esa noche. Como yo.

Lo recogí, me levanté y caminé hacia la salida.

Una vez en la calle, decidí ir andando hasta la universidad. No estaba demasiado lejos. Mi mano derecha palpaba el barquito, en el bolsillo de mi abrigo.

Sin aviso, un rayo sacudió la calle sumiéndola en el trueno y el relámpago. Se apagaron las farolas y la calle se sumergió en la oscuridad. Sonaron al unísono las alarmas de los coches, como pájaros eléctricos.

Me refugié bajo un portal en el mismo momento en que empezó a llover. No llevaba paraguas.

Contemplé la lluvia. Llovía a mares. Gente corriendo.

Sentía una especie de adormecimiento mirando la lluvia sin verla.

Y entonces vi. Un paraguas abierto sobre el techo metálico de un coche. Era una imagen absurda. Un paraguas sin dueño en un día de diluvio. Lo miré largo rato sin decidirme a ir por él. Al final, me decidí.

Me acerqué al coche, y cuando ya mis dedos rozaban el paraguas, éste voló arrastrado por un viento súbito.

Lo vi marchar. Volar.

Me quedé inmóvil durante unos segundos. Bajo la lluvia. Empecé a caminar, sin resguardarme bajo los portales. Ya estaba mojado.

Y pensé, mientras caminaba, en el paraguas. En lo inútil que habría sido aun si lo hubiera cogido. Un estorbo. Porque, aunque lo hubiera cogido, no me habría protegido de la lluvia, pues ya estaba mojado al cogerlo. La lluvia me había calado en el breve trayecto que separaba el paraguas del portal. Ya estaba mojado. Y el paraguas nada podía hacer para evitarlo. De hecho, lo había provocado.

Este pensamiento me hizo sentir más libre y ligero. Sentía una plenitud expectante, inquieta. La  lluvia empapándome el cuerpo.

Miré a mi alrededor. Me sentí diferente a las personas que veía, bajos sus paraguas. Diferente a las que se refugiaban bajo los portales. Ni mejor ni peor. Simplemente era un hombre que había decidido no usar paraguas.

Llegué a la universidad, a mis clases, empapado.

Era una clase de pintura. Yo tenía un cuadro bastante avanzado. No reparé en él. Cogí un lienzo nuevo, en blanco. Y empecé a pintar.

Azul y azul.

Alguien detrás de mí dijo:

—Abstracto, como siempre, ¿no?

Y comentó algo sobre Rothko.

No dije nada. Sobre la línea que separaba las dos tonalidades de azul pinté una silueta. Un hombre.

La voz dijo:

—¿Es el mar? Hay pocas cosas más abstractas que el mar.

Y pensé que era cierto y falso al mismo tiempo.

Preguntó otra vez:

—¿Es el mar?

—No lo sé —contesté—. Es un horizonte.

Me levanté. Miré el cuadro. La voz dijo:

—Esa figura…está caminando sobre el agua.

Sonreí.

—Para ver el fondo. Desde la superficie.

Me acerqué al cuadro, y en la parte superior, con un pequeño pincel, escribí:

«Érase un hombre que aprendió a caminar sobre las aguas. Y caminaba sobre el mar. Caminaba. Un día, paró, bajó la cabeza y miró. Y vio. En el agua, reflejados. Sus ojos.»

*

                                                              

                                                               Ya no pinto. Ése fue mi último cuadro. El mar. O lo que quiera que sea. El mar.