Hombre caminando sobre el mar (óleo sobre lienzo)

Alejandro Molina Bravo

 

De vez en cuando moja el pincel en
una taza de cobre y esboza sobre la tela
unos cuantos trazos ligeros.
(…)
Agua. En la taza de cobre no hay más
que agua. Y en la tela, nada. Nada
que se pueda
ver. (…) «agua de mar,
este hombre pinta el mar con agua de
mar.»

Océano Mar,

ALESSANDRO BARICCO

He vuelto a soñar con barcos. Desde entonces ya sólo sueño con barcos. Barcos de papel.

             Aquel hombre entró en aquella estación de metro para resguardarse de la lluvia. Nunca llevaba paraguas, aun cuando llovía mucho en aquella ciudad: era la ciudad de la lluvia. A pesar de no llevar paraguas, siempre conseguía que el agua no le mojase.

La puerta metálica de la boca del metro estaba a medio cerrar. Entró. Esperaría a que la lluvia cesase. La puerta era pesada y le resultaba difícil manejarla. Sin saber cómo, la cerró. Un chasquido. Cerrada. Era torpe, a menudo se encontraba en situaciones embarazosas. Por suerte, no había nadie que fuera testigo de su torpeza. Era de noche. La estación estaba vacía, ya había pasado el último de los trenes. Por desgracia, no había nadie a quien pedir ayuda. Controló los nervios y se resignó a su situación, una vez comprobó que no sabía ni podía abrir la puerta.

Caminó por el pasillo en dirección al andén. La estación estaba a oscuras. El suelo manchado de huellas de un negro acuoso y de charcos; y se oía el sonido constante y metálico de gotas que caen, lentamente, al agua.

Era otro mundo bajo la ciudad, subterráneo, oscuro, pero no por ello menos real. Quizá fuera el verdadero mundo.

Metió el billete en la ranura y las puertas se abrieron para recibirle. Un viaje menos por hacer. Un viaje más que empieza. No se le ocurrió saltar la barrera.

Mientras caminaba, logró definir un pensamiento que le rondaba desde que entró en la estación. El silencio. Le recordaba a algo, no sabía qué. Entonces lo supo. Al mar. Era un silencio marino, insondable, sólo interrumpido por la música rítmica de las gotas.

Llegó al andén. Era pequeño, al igual que aquel otro, opuesto, al que se enfrentaba. Era una estación pequeña: donde descansaban las vías no era más que un nicho estrecho, costaba creer que los trenes de uno y otro lado no se rozasen al coincidir. Pero lo sorprendente no era eso. Era el agua.

Las vías estaban inundadas. El agua llegaba hasta el borde mismo de los andenes, como orillas de un estrecho. Las aguas quietas favorecían al lugar el olor a la vez fresco y podrido de los puertos de mar.

La estación apenas estaba iluminada por unas débiles luces cuyo fulgor eléctrico reverberaba en las paredes y en el agua y en el techo, proyectando figuras sinuosas y danzantes, de un brillo hipnótico.

Reinaba la atmósfera extraterrestre y sombría de un búnker en tiempos de guerra. Debía de haberse producido un apagón en la estación a causa de la inundación.

Caminó por el andén contemplando con detenimiento cada rincón, atraído por la atmósfera irreal del lugar. Paseaba su vista por el andén opuesto, la otra orilla, cuando distinguió algo, un bulto, un cuerpo. Se asustó, ahogó un grito. Empezó a ver mejor, a distinguir. Era una mujer. Era ella.

                                         Como todas las mañanas, como todos los días, he pensado en ella. Los barcos de mis sueños me recuerdan a ella. Me la traen de vuelta. Sirena.

Vestía no más que un vestido largo, ceñido, con mangas hasta los puños. Un vestido de un azul profundo.

                                  Azul.

                                          La intuía, más que verla, en esa semiluz. Parecía tener unas facciones mediterráneas, pero no podía asegurarlo. El pelo de color negro. O puede que ser que sólo viera oscuridad.

Estaba sentada en el suelo, la espalda contra la pared, los brazos rodeando las piernas. A su lado, un banco con un abrigo. En el suelo un paraguas abierto.

Miraba al frente, a él.

—¿Está bien? —preguntó el hombre.

—Sí —dijo ella.

—Es que está usted aquí sola… en esta estación vacía

—¿Y usted está bien? –preguntó ella—. Porque también está solo en una estación vacía.

Él se quedó desconcertado unos segundos. Después sonrió.

                                                                                               Sonreí.

                                                                                                            —He entrado para resguardarme de la lluvia. Llueve a mares ahí fuera.

                                                                                   «Llueve a mares», dije.

                                                                                                                         —Pero no está mojado —dijo ella—. Y no veo que lleve paraguas.

—No, nunca llevo. Debería. Llueve tanto en esta ciudad… Nunca reparo en el paraguas: la lluvia me sorprende siempre sin él. Creo que nunca lo he utilizado, no me hace falta. Tengo la capacidad de evitar la lluvia, de encontrar siempre un lugar en el que resguardarme. Y nunca me mojo. Pero después de esta noche usaré paraguas, para no quedarme encerrado en más estaciones vacías –sonrió, y a su sonrisa le siguió un silencio, que interrumpió—. Tú tienes paraguas.

                                                                  Le hablé de tú sin querer, sin darme cuenta. Fui yo. En ese preciso momento.

                                                           —Sí —dijo ella.

Silencio.

Y el hombre pregunta lo que desde el principio ha querido preguntar:

—¿Y tú? ¿Cómo que estás aquí?      

La mujer respiró y, al hacerlo, se incorporó levemente. Y dijo:

—El mar. Vine a encontrarme con él. A conocer el mar.

                                                                                         «El mar», dijo.

                                                                                                                     —¿El mar? —repitió el hombre.

—Sí, el mar. Mi padre hablaba siempre del mar. Era farero, y siempre hablaba del mar de esta tierra. Siempre. Acabó tierra adentro y vivió toda su vida en una ciudad seca con un río seco. Echaba de menos el mar. Pero nunca me llevó a verlo. Decía que le haría daño, que sería doloroso. Nunca lo entendí. Hasta hoy —la mujer se quedó callada y con ella enmudeció el lugar. Silencio. Pasados unos instantes volvió a hablar—. Pero yo quería venir, conocerlo, verlo. Así que me puse mi mejor vestido (no sé por qué me lo puse, sólo lo hice), y vine. Y no pensé en nada más. Ni siquiera tengo dinero para una pensión. No me di cuenta de ello hasta esta tarde. Así que pensaba pasar la noche aquí. Sola.

Nuevo silencio. Hasta que:

—¿Viste el mar? —pregunta él.

—Sí, pero lo que vi no era el mar. Era otra cosa. Participaba del mar, era parte del mar, pero no era el mar. El mar es más grande y poderoso. Eso no era el mar del que yo oí hablar a mi padre.

El hombre estaba fascinado, intrigado. Dijo, sin saber muy bien lo que decía:

—Quizá no busques el mar. Quizá busques otra cosa.

—Sí, ahora lo sé. El mar que buscaba, que busco, no existe.

El hombre, tras un silencio extraño, dijo una frase inspirada (e inspiradora):

—Encontrarás el mar que buscas. Cada persona tiene su mar.

Ella le miró con fijeza:

—¿Tú encontraste tu mar?

Él no dijo nada, porque no sabía qué decir.

Silencio. Largo.

Él pasea por el andén, pasos pequeños, repetitivos, apenas unos pocos metros.

Ella pregunta:

—¿A dónde te dirigías hasta que llovió y te metiste aquí?

—A mi casa. Venía de la inauguración de una exposición.

—¿Te gusta el arte?

—Sí, estoy estudiando Bellas Artes.

—¿Eres pintor?

—Me gustaría, pero no estoy seguro de serlo.

—¿Y qué pintas, cuál es tu estilo?

—Abstracción.

—¿Arte abstracto?

—Sí.

—Yo no entiendo el arte abstracto.

—Yo tampoco —ríe—. Pero no sé hacer otra cosa. No sé dibujar.

Ella sonríe.

Un silencio. Y ella:

—¿Tú podrías pintar el mar?

—¿Tu mar?

—Cualquier mar.

—No sé, quizá. Con una línea recta como horizonte y varios tonos de azul, o sólo dos: para el cielo y el agua. Podría hacer un mar abstracto. Pero no sería el mar, sería mi visión del mar.

—Una línea que divide dos azules… —susurró ella mientras dibujaba con el índice una línea delante de sus ojos, lentamente, y era como si partiera su mirada en dos, como si pintara ese mar ante ella—. Has encontrado tu mar.

—Sí, es verdad, dijo él.

Silencio.

—Me acuerdo mucho de mi padre— dijo ella de pronto—. He venido aquí por él. Tenía una honestidad de marinero, esa nobleza. Y el mar, siempre el mar. No pensaba en otra cosa. El mar era parte de nuestra familia. Era un nostálgico del mar. El mar era su vida. He heredado esa melancolía portuaria, tan suya. Hasta mi nombre se lo debo al mar. ¿Sabes cómo me llamo?

—¿Mar? —dijo él.

Ella rió:

—No, pero podría haber sido.

—No sé.

—Sirena. Me llamo Sirena.

                                          Sirena. Su nombre. Sirena.

                                                                                        —Es un nombre bonito.

—Sí, me gusta. Pero no deja de ser irónico: soy una sirena sin mar.

La mujer (Sirena) calló, pero al cabo de unos segundos susurró, como una brisa: “El mar…” y su voz se apagó lentamente y su cara adquirió la expresión íntima y ausente de quien mira el oleaje, las olas.

Sin dejar de mirar a ninguna parte, la mujer llamada Sirena dijo:

-Recuerdo que mi padre solía hacer barquitos de papel que luego me regalaba. Le relajaba la papiroflexia. Con el tiempo la casa se llenó de barquitos. Barquitos por todas partes. De papel. Nunca supe hacerlos.

El hombre la miró fijamente, pensativo, y dijo:

—Yo sé hacer barcos. Barcos de papel.

                                                                  Le dije que sabía hacer barcos de papel. Y los hice.

     El hombre se sentó en el suelo, en la orilla. De su bolsa bandolera sacó un cuaderno de esbozos. Arrancó una hoja. La dobló en varios pliegues con movimientos lentos pero precisos. Y de repente. Un barco. De papel.

Se inclinó hacia las vías inundadas. Posó el barco en el agua. Sopló.

                                                                                                             Soplé.

                                                                                                                           Y el barco se movió.

                 Se movió.

                                  Y, con gran lentitud, alcanzó la otra orilla.

Sirena cogió el barco y los sostuvo entre sus manos. Lo contemplaba absorta, como si no existiera nada más que el barco y ella. Como si sólo existiera el barco. El hombre creyó ver el brillo de una lágrima, pero no podía asegurarlo.

Arrancó otra hoja, y otra más, y otra. Muchas hojas. E hizo muchos barcos, de diferentes tamaños. Y soplaba.

Barcos de papel en un mar fortuito, estelas a su paso. Y luego. Barcos de papel inmóviles.

Silencio.

El hombre dice:

—Había olvidado que sabía hacerlos. Mi padre me enseñó. Ya no me acordaba.

—Los barcos me trajeron recuerdos a mí también. Recuerdos felices. He sido feliz al recordarlos, porque eran felices. Era como si los volviera a vivir. Pero ahora me siento un poco triste. Triste porque los recuerdos eran felices y no estoy allí. Es triste recordar que una vez se fue feliz.

Sirena le miraba.

Me miraba. No veía bien sus ojos, pero sabía que me miraba. Recuerdo la manera en que lo hacía.

                       Sin dejar de mirarle, metió el pie descalzo en el agua. El derecho. Lentamente. Primero la punta de los dedos, luego el empeine, el talón, el tobillo. Las mujeres del harén que Ingres pintó en “El baño turco” debían de meter el pie en el agua igual que lo hacía ella. Sirena. Al pie le siguió la pierna y luego la otra pierna. La izquierda. Se deslizaba despacio, dejando que el agua le cubriera poco a poco, hasta el cuello.

Caminó hacia él, a través de los barcos, por el agua. Llegó hasta su andén, su orilla, donde él se arrodillaba. Le miró a los ojos. Él miró los suyos. Negros. Era ligeramente estrábica. Lejos de afearla, ese defecto le otorgaba una belleza extraña, perturbadora. Sonreía con una sonrisa leve. Incitante.

                                                                               Me metí en el agua. Con ella. ¿Por qué lo hice? Quizá porque siempre quise que me lo ofrecieran, siempre quise una mujer como ella. Quise esos ojos, esa mirada. Ese azul. Quise ese momento. La quise a ella.

Me quité el abrigo y me metí en el agua. Estaba fría.

Las luces submarinas, remanentes de un bombardeo (abisales, bélicas), lanzaban sus brillos al agua proyectando jirones de luz en el techo curvo, semejantes a desgarrados cardúmenes compuestos de diminutos, argentado peces, como navajas esquivas.

Se acercó a ella. Sentía la ropa pegada al cuerpo, la camisa. Se paró delante de ella, un momento, quieto. Ella dijo:

—Veo el mar en tus ojos.

Él le apartó un echón de la cara con el índice. Y la besó.

                                                                                           La besé.

                                                                                                         Se hundieron en el agua. Se besaban. Bajo el agua.

Sirena se desligó de sus manos y nadó, al interior del túnel. Se giró para mirarle, incitante, a través del agua. Él la siguió. La alcanzó. La atrajo hacia él. La besó.

Nadaron. Se persiguieron. Se besaron. Entonos los mares. En todos los océanos. Allí.

En el interior del túnel, subieron a respirar. Y ella volvió a decir:

—Veo el mar en tus ojos.

Y le besó.

Agua. Besos.

Exhaustos, volvieron a tierra. A la orilla de Sirena.

En el andén, empapados, abrazados. Ella apoya su cabeza en el pecho de él, que pega la espalda a la pared. Sus respiraciones se acompañan, acompasadas, trémulas de frío.

Él se duerme. Y sueña con barcos. Barcos de papel.

*

Le despiertan unas voces. Ojos que le miran, desde arriba. Dos hombres. Policía del subterráneo. Le preguntan qué hace ahí, si está bien. Él mira alrededor, confuso. Sirena no está.

—Sirena —dice.

Una de las voces dice algo de un borracho.

Él se pone en pie, torpe. Camina por el andén. Unos pasos. Se acerca a las vías. Y ve.

Flotando. El paraguas abierto. Y los barcos en el fondo. Hundidos.

*

                                                                                                            El vagón traqueteaba meciendo su carga de reses humanas. La mañana de un día laborable. Multitudes en el metro, de camino a sus quehaceres. En ese vagón viajo yo, de vuelta a mis rutinas, tras unos días que no quise ir, viajar en metro.

Estaba atrapado entre cuerpos verticales, sin poder moverme a penas. El aire viciado, reconcentrado de humores, me hacía sudar. Me dirigía a mis estudios de Bellas Artes.

El tren paró. Pitido. Las puertas se abrieron. Salió mucha gente, entre empujones. Entró mucha gente, entre empujones. Cuando las puertas se cerraban, una chica que estaba sentada se levantó de pronto y corrió, deslizándose entre las puertas. Parecía contrariada.

El tren siguió su marcha. La próxima estación se reabría al público ese mismo día, después de una inundación que obligó a cerrarla. Yo sabía que ese día sería abierta de nievo. Conocía esa estación, Había pasado una noche en ella. Quería volver a verla, pero no tenía intención de bajarme, mi parada era otra.

Durante el recorrido, me fijé en el túnel. Ese túnel por el que había nadado. Era sucio y gris. Entre las vías, por los recovecos, vi dos ratas. Grandes y asquerosas. Sentí una desilusión. No sé qué otra cosa esperaba encontrar.

El tren se acercaba a la estación, se vislumbraba a lo lejos un círculo de luz. Cuando ya había entrando hasta la mitad de la estación frenó bruscamente. Varios pasajeros perdieron el equilibrio y cayeron, unos sobre otros.

El tren estaba parado. Veíamos a los que esperaban en los andenes, sobresaltados, corriendo a un lado, donde la cabecera del tren, o simplemente mirando hacia allí. Nos miraban a los que estábamos dentro del tren, como queriendo decir. El tren estuvo parado mucho tiempo. La gente del interior del vagón se asomaba, hablaba, se quejaba. Un murmullo de voces, un zumbido persistente.

De vez en cuando se veían policías corriendo de un lado a otro del andén. Después, algunos se apostaron frente a la multitud, indicándole con los brazos que caminara.

Al fin, los altavoces. Un atropello. Alguien se había lanzado a las vías, al parecer. Un nuevo murmullo consternado recorrió el vagón, que había escuchado en silencio.

Pasados unos cuantos minutos el tren avanzó hasta el final de la estación. Nos dejaría salir y volvería vacío, deshaciendo el trayecto. Abrieron las puertas. La multitud salió. Y yo con ella.

El enjambre humano se arracimaba en un punto concreto del andén, contenido por dos policías. Alargaban los cuellos, se ponían de puntillas, desviaban la mirada. Para ver. Parece ser que el cuerpo había sido desplazado para que el tren pudiera avanzar.

Caminé detrás de la muchedumbre agolpada. También yo levanté la cabeza. Quería ver. Pero no vi nada. Desistí y seguí caminando, pero me detuve.

Justo detrás de la multitud, ignorante de ella, en el suelo, junto a la pared. Un barco de papel.

Me agaché y me que quedé mirándolo. Creía que todos los barcos se habían hundido. Pero allí estaba, superviviente de esa noche. Como yo.

Lo recogí, me levanté y caminé hacia la salida.

Una vez en la calle, decidí ir andando hasta la universidad. No estaba demasiado lejos. Mi mano derecha palpaba el barquito, en el bolsillo de mi abrigo.

Sin aviso, un rayo sacudió la calle sumiéndola en el trueno y el relámpago. Se apagaron las farolas y la calle se sumergió en la oscuridad. Sonaron al unísono las alarmas de los coches, como pájaros eléctricos.

Me refugié bajo un portal en el mismo momento en que empezó a llover. No llevaba paraguas.

Contemplé la lluvia. Llovía a mares. Gente corriendo.

Sentía una especie de adormecimiento mirando la lluvia sin verla.

Y entonces vi. Un paraguas abierto sobre el techo metálico de un coche. Era una imagen absurda. Un paraguas sin dueño en un día de diluvio. Lo miré largo rato sin decidirme a ir por él. Al final, me decidí.

Me acerqué al coche, y cuando ya mis dedos rozaban el paraguas, éste voló arrastrado por un viento súbito.

Lo vi marchar. Volar.

Me quedé inmóvil durante unos segundos. Bajo la lluvia. Empecé a caminar, sin resguardarme bajo los portales. Ya estaba mojado.

Y pensé, mientras caminaba, en el paraguas. En lo inútil que habría sido aun si lo hubiera cogido. Un estorbo. Porque, aunque lo hubiera cogido, no me habría protegido de la lluvia, pues ya estaba mojado al cogerlo. La lluvia me había calado en el breve trayecto que separaba el paraguas del portal. Ya estaba mojado. Y el paraguas nada podía hacer para evitarlo. De hecho, lo había provocado.

Este pensamiento me hizo sentir más libre y ligero. Sentía una plenitud expectante, inquieta. La  lluvia empapándome el cuerpo.

Miré a mi alrededor. Me sentí diferente a las personas que veía, bajos sus paraguas. Diferente a las que se refugiaban bajo los portales. Ni mejor ni peor. Simplemente era un hombre que había decidido no usar paraguas.

Llegué a la universidad, a mis clases, empapado.

Era una clase de pintura. Yo tenía un cuadro bastante avanzado. No reparé en él. Cogí un lienzo nuevo, en blanco. Y empecé a pintar.

Azul y azul.

Alguien detrás de mí dijo:

—Abstracto, como siempre, ¿no?

Y comentó algo sobre Rothko.

No dije nada. Sobre la línea que separaba las dos tonalidades de azul pinté una silueta. Un hombre.

La voz dijo:

—¿Es el mar? Hay pocas cosas más abstractas que el mar.

Y pensé que era cierto y falso al mismo tiempo.

Preguntó otra vez:

—¿Es el mar?

—No lo sé —contesté—. Es un horizonte.

Me levanté. Miré el cuadro. La voz dijo:

—Esa figura…está caminando sobre el agua.

Sonreí.

—Para ver el fondo. Desde la superficie.

Me acerqué al cuadro, y en la parte superior, con un pequeño pincel, escribí:

«Érase un hombre que aprendió a caminar sobre las aguas. Y caminaba sobre el mar. Caminaba. Un día, paró, bajó la cabeza y miró. Y vio. En el agua, reflejados. Sus ojos.»

*

                                                              

                                                               Ya no pinto. Ése fue mi último cuadro. El mar. O lo que quiera que sea. El mar.